El Paseo de Gracia barcelonés fue definido
una vez como “el sueño de un pastelero” en referencia a las fachadas adornadas,
que al comentarista le parecieron como enormes pasteles de boda.
En una de esas fachadas de pastel se ubica desde hace 80 años la antigua y
soberana Perfumería Regia, uno de
los establecimientos con más solera y más especializados en el mundo de los aromas.
Y en la parte de atrás de su local se abre la magia de un museo.
El sentido del olfato es uno de los más
biológicamente importantes para el desarrollo humano. Los primeros humanos
encontraban las presas con las que comer por el olor y aprendieron que su propio
olor podía espantarlas y a la vez atraer a quienes los cazarían a ellos. Durante
siglos, se estudiaba el olor personal de alguien (feromonas) para conocer su
salud y lo que comía. Los olores de algunas plantas servían para ahuyentar
pequeños animales o para sanear atmósferas enfermas. Con el tiempo, los humanos
creyeron en dioses y les hacían ofrendas de olor en forma de flores o inciensos
o esencias concentradas, que acompañaban ritos y ruegos.
El olfato es uno de nuestros sentidos más
intensos, y hay suficientes estudios que demuestran que los olores despiertan
sensaciones y estímulos, pueden modificar el estado de ánimo, curar y
enloquecer. El perfume ha tenido siempre un lugar propio en la sociedad, y por
supuesto, se le ha enfrascado
adecuadamente.
Con ese bagaje histórico e infinita
curiosidad, Ramón Planas fue
recopilando envases, objetos y curiosidades alrededor del mundo del perfume,
hasta reunir una colección con la que abrir un museo en el Paseo de Gracia, en medio
de ese “sueño de un pastelero”.
El Museo
del Perfume fue inaugurado en 1961, y tal como reza su propia página, está
dividido en dos grandes ámbitos: uno para los envases antiguos de esencias, ungüentos,
ofrendas y cuidado personal. Y otro, más cercano en el tiempo y más mundano,
para los perfumes comerciales, protagonistas de anuncios y de campañas,
resultado ya de procesos industriales.
La información es impoluta, el primer
ambiente, el más antiguo, resulta mágico. Frascos mínimos para contener
esencias concentradísimas, lágrimas de flores o de resinas… o de venenos, que
seguro que también estuvieron en maravillosos envases como esos.
Soluciones
originales para cuestiones cotidianas: a falta de higiene (propia o ajena),
pendientes con pequeños receptáculos para difundir perfume alrededor de narices
delicadas, o anillos. O dispositivos, como hisopos florales, para esparcir
aromas y mezclas que sirvieran también de desinfectante. Las esencias no eran
para pobres, y así también hay delicados envases labrados con botellitas de
vidrio y el escudo de casas nobiliarias. Y envases de piedras semi-preciosas
(opalina, fluorita) con tapones en filigrana de plata. O de oro.
La función de traer buena suerte también se
aplicó a los aromas: unos cántires de cristal tallado de las islas Pitiusas, las almorratxes, con varias bocas, servían para esparcir aromas en las bodas para mejorar el
olor ambiental y traer la buena suerte. Algunos cántires no tenían pie, no se
podían apoyar de ninguna manera, porque su destino, después de regar el
ambiente de buen olor y buena suerte, era ser estrellados en tierra para sellar
el rito.
Los usos medicinales de esencias también
llegaban hasta el final, con bálsamos y ungüentos para enfermedades y para el
tratamiento de cadáveres: el museo guarda un ejemplar de la época romana del
siglo II. Cada cultura tiene su propia estética, y al lado de los conocidos
frascos occidentales se exponen cajitas con agujeros del mundo asiático,
decoraciones y colores de Thailandia, China….
La parte del Museo que abarca la perfumería
industrial se sumerge en bellísimos frascos, en nombres evocadores, en
etiquetas multicolores y en campañas publicitarias que vendían emociones
envasadas. Un perfume llamado “Bésame”, escenas de languidez y de hedonismo,
perfumes en forma de polvo o de crema. También destacan los envases simpáticos,
en forma de teclado de piano, de templete oriental, de torso humano…