Europa tenía civilización, progreso y
relativa paz social mientras el poder lo tenía el imperio romano, con tantos
dioses que era como no tener ninguno. Había ciudades con calles adoquinadas y
sistema de alcantarillado, baños públicos con agua caliente, foro público para
las cuestiones de la ciudad. En cuanto una religión monoteísta tomó las riendas
de la historia, la vida cotidiana sufrió un retroceso de siglos, y se hundió en
la Edad Media.
En las tierras orientales, las vidas
de las gentes se regían por sus propias costumbres adaptadas a su geografía,
sus climas y sus ciclos, y todo avanzaba a la velocidad de los Hombres. Se
hacían grandes descubrimientos en astronomía y en matemáticas, se debatía sobre
filosofía con gentes de todas las culturas. En cuanto una religión se adueñó del
poder e impuso su tiempo no-terrenal, la vida de las gentes sufrió un retroceso
y un desgarro insalvable con su entorno.
Los ejemplos se suceden a lo largo de
este planeta tan castigado por sus propias criaturas. Mientras lo terrenal se
rige por criterios terrenales, todo va avanzando con más o menos fortuna. A la
que las cuestiones mundanas empiezan a regirse por parámetros no visibles, no
tangibles, no de este mundo, todo se va desmoronando a una velocidad alarmante.
Los romanos tenían reguladas las
relaciones entre hombres y mujeres, las cuestiones de salud pública, la
urbanidad en sus ciudades, los embarazos y los partos. No es que fueran un
modelo de santidad laica, pero abordaban las cuestiones de la gente desde un
sentido práctico, humano, terrenal, y por tanto más fácil de entender y usar (también
tenían machismo y esclavitud, que no son tema de este texto).
Cuando un grupo de gentes tomaron el
poder en nombre de un solo dios, con el que sólo ellos podían comunicarse, que sólo
ellos entendían y que sólo a ellos les transmitía los criterios con los que
tenían que regirse todos, todo se fue a pique. Se estableció una jerarquía,
unas relaciones de dominio, unas imposiciones y unas sanciones para el que no
las cumpliera.
El tema de la injerencia de las
religiones en la vida no religiosa es una de esas cuestiones que no se acaban
de definir nunca. Los partidarios de esas religiones piden que su creencia esté
presente en todo, puesto que quieren que todo cumpla esos criterios que alguien
aseguró que un dios le había transmitido directamente en persona.
Los que no tienen religión a la que
aferrarse piden a los que la tienen que su fe se quede en el ámbito de lo
privado, y que la ciencia y la urbanidad marquen el día a día de todos, porque
cada uno tiene su propia sensibilidad y todas son respetables. Así que lo
público ha de ser exquisitamente a-teo, sin dios, escrupulosamente atento a las
cuestiones públicas de las personas para que funcione en paz el día a día de la
gente. Y las religiones en casa de cada uno.
Los que tienen una fe dicen que el ser
humano no es un animal precisamente porque tiene fe, y que reducirla al ámbito
privado es como avergonzarse de ella y abandonar lo público a la barbarie. Es
un enfrentamiento muy antiguo, unas veces cruento y otras no, y que no tiene visos
de acabarse pronto.
La religión, como cualquier
organización colegiada, protege ferozmente a sus miembros. De vez en cuando
afloran casos de pederastia (contra los más vulnerables, los niños), de robo
(contra la base de su sistema: la confianza de los demás), de manipulación. De
hombres que juraron celibato y se dedican a las orgías.
Pero lejos de depurarlos, las
religiones los protegen o los esconden. El mensaje es claro: consideran más enemigo al que no es de su religión
que al delincuente entre los suyos. Los fieles se desconciertan, los ateos se
indignan, todos los ciudadanos pagan las consecuencias. Y las religiones
siguen, impunes.
Sin entrar en los valores de ninguna
de ellas, una de las cosas que más las iguala es la violencia ejercida contra
las personas más cercanas, los pobres, los desamparados, los desbordados por
los problemas, que viven el día a día buscando soluciones donde sea. Todas las
religiones dicen que son acogedoras, pero todas ejercen violencia (o
indiferencia) contra esas gentes. Muchas veces porque no son evidentemente creyentes: no van a
reuniones o a manifestaciones en las calles. Cuando la tensión sobrepasa un punto soportable, sólo queda marchar. Y eso obliga
a grandes desplazamientos, a migraciones de miles de personas para salvar la vida.
Después, lo que tantas veces se ve en
los noticiarios: penurias por el camino y problemas de acogimiento cuando no un
rechazo directo por parte de la tierra de destino. Es terriblemente injusto,
pero también es una reacción con una lógica visceral: los refugiados no van a
ir a los barrios caros ni van a competir por los trabajos de grandes
ejecutivos. Los refugiados son un peso y un riesgo para los más pobres de cada
sociedad. Que también son los más solidarios porque conocen la miseria. Y ya
está la bomba montada.
El ser humano siempre ha buscado
respuestas a las grandes preguntas. Y ha elaborado religiones para moverse en
esa inmensidad desconocida. Es un deseo muy humano, como humano es tener una
convivencia en paz. Por eso las religiones han de estar escrupulosamente
separadas de la gestión pública. No deben estar mantenidas con dinero público,
porque eso obliga a los que no tienen esa fe a financiarla. No deben formar
parte de los estudios a ningún nivel, porque no se puede examinar la fe o la
creencia de nadie, ni se debe obligar a nadie a memorizar unos textos en los
que no cree.
Todas las religiones en su conjunto
necesitan un fuerte saneamiento después de siglos de impunidad y de no
adaptarse al presente. Y eso no quita que sean respetables en esencia, y que
sus fieles tengan su espacio privado para sus reuniones y ritos. Pero deben
mantenerse escrupulosamente fuera de la calle de todos.