Cuando se habla de países ricos y pobres se utiliza la argucia soterrada de que deberían ser todos iguales, de que los ricos lo son porque los pobres lo son. Cuando se habla de gente con estudios y gente analfabeta se usa la misma argucia: las oportunidades de unos lo son a costa de los otros. El desequilibrio entre países, entre culturas y entre clases sociales es un hecho innegable. Y que es brutal e injusto, también. Pero no lo inventaron ni el capitalismo y ni el comunismo, es tan viejo como el hombre.
Un río existe porque su nacimiento está más alto que su entorno. Un mar existe porque su cuenca está más baja que su entorno. Una montaña nace porque hay una presión desequilibrada entre placas tectónicas. Si todo estuviera equilibradísimo, si nada fuera más alto o más bajo o más denso o más ligero, todo sería una masa amorfa y muerta. Un grado de desequilibrio, de diferencia, es el secreto de la vida.
Las relaciones sociales y las comunidades humanas no están exentas de ese principio. Se desarrollan, se comunican, se pelean, se invaden y se encuentran desde que el hombre bajó del árbol. Y todo eso genera diferentes situaciones y diferentes velocidades, favorecidas por el entorno tanto humano como geofísico. Y con los siglos, las diferencias son tan llamativas como las sociedades tecnológicas y aparentemente ricas frente a las sociedades más rústicas y aparentemente más pobres.
Si no hubiera nada mejor de lo que ya se tiene, nadie movería un dedo por crecer. Si nadie se atreviera a desarrollar un invento alterando su entorno, no hubiera habido ni rueda en la historia del hombre. Y que alguien tenga ese atrevimiento no significa que le esté robando nada al vecino; implica que sigue su idea y asume un riesgo.
Naturalmente hay auténticos casos aberrantes creados por personas aberrantes que impiden, incluso por la fuerza, el desarrollo de comunidades enteras para beneficio de unos pocos. Y que el desequilibrio sea una fuente de vida no significa que haya de ser un escalón insalvable y asesino. El afán de mejorar ha hecho avanzar al ser humano y le ha dotado de una tecnología y una calidad de vida como no había tenido nunca. Que sistema y sus autores se hayan extralimitado y en una huida hacia adelante se esten precipitando solitos hacia el barranco no le quita valor a la idea, sólo la acota.
El capitalismo extremo es suicida, tal como ya anunciaban sus propios creadores. Se acelera en una huida hacia adelante que siembra el camino de cadáveres de perdedores y mendigos. Y ha demostrado ser dañino incluso para el planeta. El comunismo extremo era suicida tal como también anunciaban sus propios pioneros porque anulaba al individuo, montaba unos grupos mortecinos y artrósicos por falta de estímulo. Y ha dejado millones de muertos por hambrunas y millones de personas con el ánima hecha ceniza.
Y como siempre en la vida, la solución está en un mestizaje que tome lo mejor de cada propuesta y lo amase hasta dar con la solución más adecuada. Con el grado justo de mercado que dé estimulo para arriesgar, con el grado justo de protección social para que ningún ser humano quede desamparado, con el grado justo de beneficio al que ha arriesgado y ha trabajado duro. Y con todas las flexibilidades y las adaptaciones que sean necesarias.
La vergonzosa distancia entre ricos y pobres, entre desarrollo y atraso ha de reducirse, innegablemente. La tecnología ha de llegar a todos para mejorar su calidad de vida, sin discusión. Y todos han de respetar el planeta en el que vivimos. Hay voces que abogan por quitarles todo a los ricos para repartirlo entre toda la humanidad; sólo conseguirían que todos fuéramos igual de pobres y sin expectativa de más, algo que mataría al propio mundo. No tiene nombre que 1000 millones se personas del tercer (y cuarto) mundo mueran de hambre mientras se construyen palacios con la grifería de oro, pero tampoco serviría que todo el mundo viviera en un anodino dia a dia con el mismo menú. No es ese el objetivo ideal.
La primera potencia capitalista, la que parece más rica y es la más endeudada, la que ha propiciado esta catástrofe financiera junto con la Gran Banca, estira el cuello y asegura que su sistema es el mejor del mundo, que necesita algún parche y poco más. Las potencias emergentes dicen que ahora les toca a ellos marcar la pauta, pero no dicen cómo. Y los del tercer mundo dicen que si
sólo les dieron migajas del menú, no tienen que pagar los platos rotos.
Habría que inventar un tercer sistema, pero no tenemos tiempo. Así que tendrán que hacer un sistema de tránsito que reúna lo menos malo de los dos y asumir que la etapa del primer mundo y el segundo y la guerra fría ya ha acabado. Se impone un nuevo modelo que tenga en mente lo mejor y lo peor de lo vivido hasta ahora, y que se atreva a los cambios rotundos que hacen falta. A asumir desequilibrios y su maravillosa oportunidad para crear nuevos ritmos.
Nos jugamos la vida.
Texto y fotos: Marga Alconchel
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