Europa
entera está repleta de restos del pasado imperio romano. En la cuenca
mediterránea basta rascar un poco la tierra para que aparezcan mosaicos,
ciudades, estatuas… Barcelona, la vieja Barcino,
es una urbe de millones de almas extendida a lo largo de 2.000 años de
historia. Y de vez en cuando, las viejas piedras, a pesar del tiempo, recuperan
la dignidad, y en alguna exposición vuelven a parecer lo que fueron: el suelo
de una casa, la jarra en la que bebía la familia, el plato de poner la fruta… o
una escena mitológica construida con cientos de minúsculas teselas.
En el
casco viejo de la ciudad, ese entramado de pequeñas calles que estuvieron
cercadas por murallas, hay una calle llamada Avinyó, y en su subsuelo, los
restos de la casa de un romano del siglo I, un domus. La exposición, abierta todo el año, recibe a la gente con la
reproducción de un soldado y de un campesino a medio salir de la propia pared,
porque forman parte de los muros de esta ciudad.
Y un pequeño cartel anuncia: “Mura. Representación, símbolo y defensa.
Desde su fundación como colonia, Barcino quedó rodeada por una muralla, sobre
la cual nos encontramos ahora. El primer recinto, construido con técnica
militar, pero con una función representativa y simbólica, delimitaba el
perímetro sagrado de la ciudad (pomerium).
En la segunda mitad del siglo III dC se reforzó la muralla con 76 torres y un
cuerpo cuadrangular en la facha marítima que ha recibido el nombre de Castellum y que le daba el aspecto de
una plaza fuerte fortificada”.
Al pasar a
las penumbras interiores la sensación es de entrar sin permiso en la casa del
vecino, y casi parece que huele a pan recién hecho (había un horno) y que un
romano saldrá de detrás de ese panel a preguntarte si quieres tomar una copa de
vino. La casa estaba al lado de la muralla y probablemente ocupaba una de sus ínsulas, esos cuadrados que fueron el
origen de las manzanas del Ensanche barcelonés.
Las
cerámicas, los espacios para recibir a las visitas, el lugar del triclinium…
todo habla de una organización doméstica, de una organización de la vida y de
las cosas que fue uno de los éxitos de la expansión del imperio: un sitio para
cada cosa y cada cosa en su sitio.
Naturalmente,
no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo. Esa organización tenía una
inmensa masa de mano esclava que realizaba las tareas más duras. Y un ejército
que cuando no luchaba ni entrenaba construía puentes y carreteras: la Via Augusta media
1.500 km. Tenía una red comercial que puso en contacto entre sí a todo el mundo conocido
hasta entonces. Un sistema de comunicaciones que permitía organizarlo todo en
tiempo récord (para la época). Hizo del Mediterráneo el mare nostrum.
Pero
sobretodo, lo que más atrae la atención en el domus es el espacio destinado exactamente a lo público, a atender
visitas y comerciantes, a celebrar banquetes porque era su forma de
relacionarse antes del periódico, el teléfono, o las redes sociales. Era la
sociabilidad, el intercambio cultural y de opiniones, la curiosidad por todo,
fuera propio o ajeno.
En sus
orígenes, los romanos comían una sola vez al día, al atardecer. Trabajaban
desde bien temprano, hacían un pequeño tentempié al mediodía y seguían
trabajando hasta que caía el sol. Era el momento de la familia, los amigos, los
tratos, y alrededor de la comida y la bebida, las conversaciones, las noticias,
los planes. El tiempo los fue convirtiendo de república en imperio y las cosas
cambiaron.
Los restos
de la casa muestran un cuidado en el detalle, una decoración elegante, unos
suelos de mármol y unas escenas en las paredes reconstruidas a base de
paciencia y cientos de teselas de colores. Y dan una clave de los gustos
culturales del propietario, al que le atraían los recitales literarios.
Toda la
exposición rezuma la tranquilidad de una vida cómoda, sin lujos excesivos pero
también sin necesidades, esa bendita clase media que es la que sostiene todas
las estructuras estatales del mundo. En las florituras del techo parecen
haberse enganchado algunas notas de flauta, las voces de los lectores están en
las imágenes de las paredes, y en los cuadros blancos y negros del suelo se
notan las migas de ese pan que se cocía en un horno más antiguo que los propios
muros de la casa.
Esa
sensación de bien vivir, de sentirse parte del mundo, de disfrutar de los
árboles, de los cielos, de las cosechas, de las conversaciones, de las gentes y
sus culturas. Sí, también esa sensación de que el trabajo pesado lo hacen
otros, en las guerras mueren otros, las decisiones duras las toman otros. La certeza de formar parte del mundo, de girar con él, de estar en el magnífico nacimiento de la primera flor de primavera y en la dolorosa muerte de alguien.
Porque la
Vida no pide permiso ni la Tierra afloja la velocidad. Todo sigue viviendo,
todo sigue girando. Y en un domus que
quedó enterrado hace dos mil años, las teselas siguen formando una imagen, los
techos siguen teniendo flores pintadas, las voces dejaron sus ecos en las
paredes y en el horno se van apagando las cenizas...Barcino, siglo I
El futuro no es un regalo. Es una
conquista.