La
radio tiene voces que son magia: imágenes sonoras que nos llegan a través de
algo tan aparentemente modesto como un auricular. Hubo quien aseguraba que la
tele mataría la radio a golpe de imágenes, pero ella (la radio) no se deja
eliminar tan fácilmente. Ha encontrado un nuevo espacio. La radio tiene segunda
residencia en la red, en esas cápsulas podcast donde vive por tiempos y nos
permite oírla y volverla a oír, a la hora que nos convenga, hagamos lo que
hagamos, sin tener que mirarla.
Porque
no hay nada más fiel que esa voz, esa presencia que nos acompaña pero no nos ve,
así que no sabe que andamos con la boca llena de pasta de dientes, con los
pelos en guerra de recién levantados o buscando las malditas gafas.
Hay
voces en la radio graves, moduladas, envolventes. De esas que llenan el coche y
parecen tener peso específico, nos desgranan información, opiniones, nos dan el
parte del tráfico, nos dicen el tiempo para el fin de semana o nos plantean sin
previo aviso la cuestión existencial que nos llenará el pensamiento mientras
las manos llevan el volante.
Hay
voces risueñas, frescas, que parecen un amigo siempre a punto de contar un buen
chiste o de acompañarte al dentista para darte ánimo. Que te cuentan el estado
del mundo mientras pelas cebollas y te hacen llorar. De esas que oyes en la
mesa del despacho y no quieres levantarte por si se callan. Hay voces que
estando en la montaña te llevan a mares lejanos, estando en la playa te suben a
las altas cumbres, que te hacen volar entre vocales y consonantes.
Por
eso ver a la gente que hay detrás de los micrófonos tiene un algo de asombro,
como si se desvelara el secreto de un prestidigitador. Porque las personas que
hay detrás de los micros cuidan esas voces como un instrumento de orquesta, y
le saben sacar en cada momento su tono exacto. El tono intimista, el
inquisitivo, el respetuoso, el estereofónicamente silencioso. Y eso implica
cuerdas vocales, respiración, entonación… y sed, mucha sed.
Las
escuelas clásicas de radio enseñaban a respirar, a mantener la postura que
facilite el paso del aire por las cuerdas vocales, a pronunciar cada letra por
sí misma, porque consideraban que el oyente quiere oír, no interpretar ruidos.
A componer las frases con la cantidad de palabras que se puedan pronunciar
antes de ahogarse, a aprender a levantar el ritmo o a decrecerlo según vaya a
ser principio de charla o final. Incluso enseñaban a escribir guiones en los
que se marcaba con signos el tono que debía tener cada pausa.
Después
se buscó una mayor “normalidad”, un hablar que fuera como el del vecino o la
dependienta de la tienda, sin más trabajo. Tan buena es una opción como la
otra, corresponden a momentos sociales distintos. La radio siguió su andadura,
y de entre todas las voces siguieron destacando, como solistas de orquesta, las
voces especiales que llenan el espacio.
Y
la radio siguió siendo la compañía discreta en las habitaciones de hospital, en
el bolsillo de los invidentes, en el de los vigilantes o la gente que está de
guardia.
Y
sus voces han seguido siendo la compañía de la intimidad, del momento en que
sin pedir permiso lanzan al aire la frase que te detiene el gesto, que te
obliga a mirar el aparato con cara de impacto, porque acaban de poner en sonido
tu propio pensamiento. Voces arropadas en sus silencios, esos abrigos del pensamiento, espacios donde la
idea crece porque nada la entorpece, donde cada oyente la modela a su criterio.
Porque la boca no es para hablar, sino para callar, según asegura el escritor Manuel Rivas.