Tenía
49 años y vivía sola en un piso de un edificio pequeño, encima de unas
oficinas, en una calle peatonal de Cádiz. Estuvo cinco años muerta sobre la
colcha de su cama sin que nadie la echara de menos. Y se ha descubierto el caso
porque unos obreros de un edificio cercano vieron el esqueleto a través de la
ventana. (El País: http://politica.elpais.com/politica/2015/11/30/actualidad/1448899789_192239.html?id_externo_rsoc=FB_CM)
Pilar era enfermera y
estaba de baja desde 2010 “por problemas sicológicos”. Viendo el desarrollo de
la historia parece que debió ser una depresión profunda, y si así era, la causa
es más que evidente: una soledad inmensa. Nadie la ha echado de menos, así que
es deducible que no tenía ninguna amistad, nadie a quien le importara su
silencio o su compañía. No tenía conocidos que se interesasen por su vida. Su
familia se reducía a un pariente que no vivía cerca. Su cuerpo debió
descomponerse durante meses con el correspondiente olor, que debió notarse en
las oficinas y en la calle, y en los pisos colindantes. Nadie avisó a algún servicio municipal, pese a que el olor a
carne descompuesta es inconfundible y muy intenso. A nadie le importaba.
Lamentablemente
no es un caso único, hay un goteo de ancianos que viven solos y que un día son
noticia porque un lejano pariente viene a quedarse el piso, o se les ha
embargado por impago, o hay filtraciones en la finca y están buscando el
origen. En todo caso, son vidas que han quedado arrambladas en los laterales
del río del tiempo, historias vividas y tristemente mal acabadas.
Pero
Pilar tenía 49 años. Era a duras
penas una mujer madura, era enfermera, tenía trabajo, debía estar en contacto
con mucha gente cada día, debía dedicarles atención sanitaria, conversación,
debía comprar en el supermercado, saludar a los de la oficina, ir al banco
alguna vez. Y de todos esos contactos no surgió una mínima amistad como para
que alguien se preocupara por ella, se diera cuenta de que la correspondencia
del banco se amontonaba en el buzón, de que de su casa salía un mal olor muy
sospechoso.
Decía
el filósofo John Donne que nadie es una isla. Sin
embargo, la realidad suele ponerlo a prueba. Pilar no le importaba a nadie, y
muy probablemente esa soledad en medio de tanta gente le pesaba sobre el pecho,
con una sensación física, de falta de aire. Las personas que sufren soledad
comentan ese peso y la dolorosa intriga con que observan la vida de los demás:
¿Por qué los demás tienen gente?¿Cómo puede ser que de toda la gente que hay en
el mundo nadie les quiera conceder un poco de tiempo, una calidez, algo de
amistad? ¿Qué es lo que a ellos les falta, qué es lo que les sobra?
La
policía cumple su cometido y sigue el protocolo de estos casos: el cadáver no
presentaba signos de violencia, no hay destrozos en la vivienda, la palabra la
tiene ahora el forense para dictar la causa de la muerte. Mientras, la noticia
deja de tener interés, el pariente lejano quizás se haga cargo del piso, los de
la oficina comentarán el caso durante unos días y todo volverá a la rutina de
siempre, a la maldita y dulce rutina que envuelve la vida de todos
garantizando unos lazos que mantengan alejada la Soledad, con mayúsculas.
La cita completa de Donne fue utilizada en la novela Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway: «Nadie es
una isla por completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de un continente,
una parte de la Tierra. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa
queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos,
o la tuya propia; por eso la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque
estoy ligado a la Humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las
campanas, porque están doblando por ti».
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