José Ángel vivía en un pueblo de Pontevedra rodeado de basura, aunque él
probablemente no la definía así. Recogía cosas de los containers montado en una
de las bicis que también había rescatado. Enfermo con síndrome de Diógenes, acumuló tal
cantidad de trastos alrededor de su pequeña casa que sólo podía entrar y salir
por una ventana. Por donde entró la policía para recuperar su cuerpo, que ya
llevaba una semana muerto.
José Ángel tenía 51 años, vivía solo y estaba solo en el mundo real, aunque
tenía 3.544 amigos en Facebook y se comunicara habitualmente por Whatsapp.
Precisamente uno de sus contactos, una mujer de Canarias, avisó a la policía de
Vigo porque hacía una semana que no le contestaba. Lo encontraron, salió en los
medios, había nacido en Vigo, se explicaron los datos conocidos. Nadie reclamó
su cuerpo, nadie se presentó como familiar o amigo real. El ayuntamiento se
hizo cargo del entierro como acto de beneficencia, y fue colocado en el
cementerio de Pereiro tras el número 113.
La noticia que recogen los medios recuerda otros casos de otros
indigentes que en pleno invierno han hecho fuego para calentarse y el humo ha
acabado asfixiándolos, o el fuego calcinándolo todo, sin que nadie se haya dado
cuenta hasta que el olor se ha hecho insoportable o los bomberos lo hayan
entresacado de los restos.
Dicen que ellos no quieren
ir al médico, dicen que viven así porque quieren, dicen que no aceptan los
servicios de beneficencia de las Administraciones. Lo que no dicen con tanto
énfasis es que son personas enfermas, personas que en algún momento perdieron
el camino para relacionarse con los demás, personas que quedaron atrapadas en
sus propias telarañas mentales y no encuentran la salida.
El espacio físico que una
persona considera “su casa” es, literalmente, su refugio,
el lugar donde se siente a
salvo. Para ellos, acudir a un centro donde le faciliten ayuda con la casi
obligación de ducharse (tiempo que algunas veces emplea la organización para
tirar sus ropas mugrientas y darle otras limpias), es un momento de mayor
vulnerabilidad: desnudo en un ambiente extraño, y encima, despojado sin permiso
de la ropa que llevaba puesta. Para los ojos del mundo, les hacen un favor.
Para sus ojos dolientes, les avasallan su poca dignidad.
No quieren ir al médico,
según la opinión más extendida. Un médico se empeña en tomarte la presión o
pincharte para medirte el azúcar, actos que se ejercen sobre un cuerpo que no
suele estar limpio. A la sensación de vergüenza se añade la de intromisión. Y
después vienen los imposibles: la cantidad de medicinas que se le recetan,
gente que no tiene tarjeta médica o que la tiene de beneficencia, a la que le
resulta muy complicado seguir tratamientos, tomarse mediciones, hacerse
analíticas, además de las larguísimas esperas. Y todo eso para qué? Para que la tos no
resuene en la barraca en la que viven, para que no le pique tanto el sarpullido
de tocar cosas corrompidas. Remedios para unas enfermedades
difíciles, porque el primer tratamiento sería cambiar de vida.
Se habla de Ley de
Dependencia, de Síndrome de Diógenes, de Síndrome
de Noé (acumular mascotas
abandonadas). Son derrumbes humanos, personas que están vivas porque la vida se
abre paso por encima de todo, pero que anímicamente andan muy al límite. Las
Administraciones, desbordadas, tramitan docenas de denuncias de vecinos, acuden
los servicios asistenciales. Ponen en marcha toda una maquinaria con muy buenas
intenciones, pero demasiado burocrática para unas personas que necesitan, por
encima de todo, a personas.
El problema es complejo,
porque cuando se llega a esos límites, la estructura interior que nos mantiene
“normales” a todos, en ellos se ha desfigurado hasta perder toda la fuerza.
Pueden haber llegado a ese estado desde cualquier punto de la vida, desde una
ruptura amorosa, una muerte que no superan, un fracaso laboral o una
insatisfacción vital profunda. En todo caso, siempre va pareja una depresión
que les pone plomo en las alas. Quieren
ayuda tanto como la temen, porque los cambios alteran su pequeño mundo y
siempre pueden traer algo destructivo.
El eje de su estado es una
soledad enorme y una enorme distancia con el mundo, y ambas son causas una de
la otra. Quizás el primer paso y el tratamiento a largo plazo sería una labor
continua, indesmayable, de sicólogos, de educadores de calle, de personas con
los conocimientos y la disposición para salvar a esas personas de su propio
derrumbe interior antes de que la casa se les caiga encima.