Las viejas ciudades acumulan
historias, edificios, restos arqueológicos... y también rincones especiales que
pasan desapercibidos en la vorágine de todo lo que hay que ver.
Fue el último gran templo gótico construido
en la ciudad, levantado sobre los restos de una iglesia románica. Una vez
terminado, alzaba al cielo su nave central de cinco tramos, su ábside poligonal
y las seis capillas rectangulares instaladas entre los contrafuertes de cada
lado.
Hoy su puerta se abre en una minúscula
plaza, de la que salen calles en las que casi no cabe un coche, donde comparte
espacio con terrazas de bar, tiendas de suministros, balcones con macetas y
ropas tendidas, en ese mundo abigarrado que es el Barri Gótic, creado cuando las murallas protegían y asfixiaban el
espacio.
Los siglos y los vaivenes históricos
han ido añadiendo y quitando, consiguiendo un lugar único, lleno de detalles,
sereno y calmado en medio de la vorágine de un barrio intensamente turístico. Las
guías hablan de sus restos visigóticos, de su órgano de tres niveles y 1.885
tubos. De su espléndido retablo de la Pasión pintado por Pere Nunyes entre 1528 y 1530. Incluso de la imagen de la Virgen de la Candelaria, patrona de
Canarias y donada por la Casa Canaria en Catalunya.
Pero la visita guarda un lugar con
vistas. En un rincón estrecho y discreto se abre una escalera de caracol que
llega, esforzadamente, hasta el campanario, hasta el cielo de los tejados que
la rodean.
Como corresponde, la escalera es
estrecha y empinada. Algunas veces parece hecha para agobiar al que intente
seguir ascendiendo, y siempre hace pensar en la talla física de las personas
que la construyeron y que la usaban, seguramente mucho más pequeños que la
media actual.
El camino hacia el campanario pasa por
una terraza intermedia a la que se abren las vidrieras del edificio, mostrando
un trabajo artesano minucioso que unió los cristales de colores entre venas de
plomo fundido. La dilatación del calor y la contracción del frío quedaban
absorbidas por el plomo y el vidrio sobrevivía a todas las estaciones.
Los escalones desgastados dan fe de las muchas suelas que los han usado. Al alcanzar la terraza del campanario se abre el cielo, sonríe la cruz lobulada y los tejados del barrio entero muestran sus lomos hasta donde alcanza la vista. Los turistas alemanes que se han atrevido a subir respiran hondo después de algunos tramos en que han tenido que subir de lado, literalmente. A fin de cuentas, los caminos fáciles no suelen llevar a sitios interesantes.
La basílica está tan encajonada entre
las casas que los tejados casi se tocan, por las ventanas se ve la vida del
barrio y los terrados de los edificios muestran ropas tendidas y armarios de
ascensores, los elementos que recuerdan que estas piedras de miles de años
están mirando al siglo XXI.
Toda Barcelona se desparrama por los
alrededores, muestra sus altas intimidades, sus alturas, su mar, siempre
acariciando las playas y sus montañas, modestas, siempre dejando que se le
suban a las laderas. Sus entramados de calles, sus barrios diferentes y
diferenciados.
Es un rincón de una ciudad milenaria
que, sin dejar de actualizarse (con mayor o menor acierto), sigue mostrando su
pasado, sus edificios, sus rincones, sus piedras vivas.
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