Pereza es ese estado hedonista en que los ojos se fijan sin más en la
persona amada y se abandonan al puro lujo de la observación; de embeberse de la
cadencia de sus movimientos, de la curva de sus brazos, del mechón de pelo que
le cae sobre la nariz cuando toma el periódico de encima de la mesa.
Pereza es ese estado lánguido en que únicamente se tienen fuerzas para esbozar una sonrisa y mirar, desde lo más profundo del alma, el devenir de quien comparte con una, cama, corazón y piso.
Pereza es ese estado fetal en que el cuerpo, arrebujado bajo las
sábanas, busca el calor del cuerpo ausente, se regocija en su tibieza, se
abandona con los ojos cerrados, sin movimiento, sólo latiendo.
Es ese estado en que no funcionan los músculos, sólo los sentidos. Ese
momento en que toda la vida está en los ojos, en el olfato, en el oído, en el
tacto, en el gusto. Cuando los movimientos tienen sabor, la música olor, la
piel se muestra hambrienta de tacto ajeno. Es ese estado tan cercano al amor,
que es casi su obligación.
El ajetreo del reloj se detiene, sobreviene la pereza y en ella la
contemplación del ser amado, el goce de la vida, el placer de vivir por vivir.
Y la exploración perezosa del cuerpo del otro, del ser del otro. Es el imperio
del tiempo, la más íntima conquista del ser humano, y a la vez, lo que le
devuelve su condición primaria de ser vivo, de estar vivo.
Pereza es también el apellido de la tristeza, de ese momento en que la
ausencia ya se hace dolor, en que, con la ausencia del ser amado también falta
el aire, falta la risa, falta el sol en el cielo. Como decía Amado Nervo, “ha de faltarme la mitad del alma y ha de
sobrarme la mitad del lecho”.
Hay pereza en el estado en que de los ojos cae toda la lluvia del
cielo para humedecer una cama seca, en que no se sale del dolor por no salir de
la ausencia, porque en la ausencia al menos hay un recuerdo. Cuando se supera
eso y se sale de la pereza, la ausencia ya es vacío.
Hay un precedente en la pereza: la Acedia. Los escolásticos, siguiendo a san
Gregorio Magno, definieron como Acedia al último de los siete pecados
capitales, y lo definieron como “tristeza o hastío”, indiferencia ante los
bienes espirituales y el esfuerzo que implica su consecución.
A la Acedia le opusieron la caridad, pero la Iglesia Católica se fue
alejando de su moral tradicional y se fue impregnando de una tradición y unos
modos burgueses. Por lo pronto, reinterpretó ese concepto como “pereza” y lo
redefinió como la ociosidad madre de todos los vicios. Y por supuesto, le opuso
como virtud la laboriosidad o diligencia.
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