El Palau Robert
(Barcelona) abre la puerta a una reflexión intermitente en la vieja Europa:
¿Qué es ser europeo? ¿Qué lo define? El lugar de nacimiento, los padres, el
sentimiento de pertenencia, la concesión de asilo? Bajo el nombre L’home Europeu y hasta el próximo 4 de
septiembre se da rienda a distintas voces que comentan su propia vida.
La exposición se abre con una reflexión extraída de la
obra de Jorge Semprún del mismo
título. Y recuerda que hay en el suelo europeo jóvenes y muy jóvenes marcados
por conflictos bélicos presentes, al lado de padres y abuelos que vivieron los
suyos. Y en medio, las generaciones nacidas en los años 70 y 80, puente entre todas esas realidades y que
deben gestionar la suya propia.
Hay paneles con testimonios personales. Desde gente de
Rumanía que sólo quiere alejarse lo más posible de ese lugar y empezar una vida
que no tenga represión y paternalismo sobre la cabeza y que acaba estrellándose
en otra sociedad en la que no sabe o no puede encajar. Gente que ha recorrido
la misma ruta de supervivencia que hizo su padre escapando de un Gulag, a
través de las montañas, intentando entender qué pudo sentir y que acaba
explicando que las fronteras son un concepto, no una diferencia geográfica.
Gentes que vinieron a esta parte del continente no pensando
en lo que podían encontrar aquí si no por huir de lo que tenían allí. Jóvenes
que se quedaron allí mientras sus padres venían a ganarse la vida y que
expresan una inmensa amargura por la ausencia de su padre o su madre, algo que
el dinero o los regalos no les compensa. Unos padres que no se fueron por
diversión, sino para poder enviarles la economía que les permitiera sobrevivir,
aunque eso significara perderse la fiesta de cumpleaños.
Inevitablemente, hay paneles con opiniones que giran en
torno a la religión. Los que practican la suya sin grandes aspavientos, pero
pidiendo espacio, presencia, un grado de protagonismo. Personas afincadas en
Francia que opinan que si el estado es laico, no ha de favorecer a una
religión, pero las ha de permitir todas. Gentes que defienden su forma de
vestir y exigen que se respete, como se respeta la piel llena de tatuajes. Y
entre el público que lee los paneles se oye una voz amarga que murmura: “…los tatuajes no esconden bombas….” “…yo
quiero saber con quién hablo, quien está delante en la fila del super, quiero verle la cara, igual que yo enseño la
mía….”
Opiniones de inmigrantes de segunda generación,
practicantes ligeros de la religión de sus padres, que muchas veces siguen más
por tradición familiar que por convencimiento. Que trabajan en empresas
locales, juegan al fútbol, van al cine y que comentan que rechazan de plano toda
violencia, que además les perjudica a ellos más que a nadie, porque los demás
los meten a todos en el mismo saco. Y miran de frente diciendo: “Nací aquí, soy tan europeo como tú”.
Hay un panel con rostros anónimos enmarcados, caras que
retratan a un criminal, a una monja, al tonto del pueblo, a un señor, a un niño
jugando… gente normal, gente marginada, la gente observada por Piero Martinello para preguntarse por
la raíz del concepto europeo, cuál es “la
identidad profundamente enraizada en el ensalzamiento de unas cualidades y el
rechazo de otras”.
Pero al ver tantísima variedad surge siempre la
reflexión de cuánto abarca el concepto “europeo”
o qué es lo que no abarca, teniendo en cuenta que la historia de la vieja
Europa es la de un trasiego permanente de personas y culturas.
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