Barcelona tiene una larga historia, cuyos
rastros se pueden localizar en muchos puntos de la ciudad. Llegó a tener cinco
cinturones de murallas, sucesivamente destruidos para levantar el siguiente.
Lo que queda de la muralla de la época medieval, con su baluarte del siglo XIV, acoge el casi
escondido Jardí del Baluard, que tres
domingos al mes abre protocolariamente su portal con voluntarios vestidos de
época y redoble de tambores.
La muralla medieval fue obra de Pedro III el
Ceremonioso (1319-1387). Posteriormente se le añadió el baluarte de Santa
Madrona, muy cerca del mar, (1775-1776) para reforzar las defensas de la
ciudad, acosada permanentemente entre las guerras contra los franceses, los carlinos y la amenaza de los piratas
corsarios.
La parte baja del baluarte se utilizaba como acuartelamiento de las tropas y almacén de armamento, y en la superior se instalaron cañones y carros.
La parte baja del baluarte se utilizaba como acuartelamiento de las tropas y almacén de armamento, y en la superior se instalaron cañones y carros.
Uno de los encantos del jardín es
precisamente su ubicación, porque está situado en la parte alta del baluarte,
uno de los 11 que llegó a tener la muralla, y actualmente forma parte del conjunto
de las Atarazanas Reales donde se ubica el Museu Marítimo de Barcelona.
Desde su altura, paseando entre sus árboles y
sus pequeñas fuentes se observa una perspectiva diferente de la estatua de
Colón, del viejo edificio de Aduanas, de las travesías del Paralelo y de sus
tres chimeneas industriales del siglo XIX.
Asomarse al pequeño balcón del vigía permite
ver la imponente muralla, el foso y el sistema de poleas que bajaba el puente
levadizo, hoy inutilizado a cambio de un puente de piedra en el que la gente
se hace fotos frente al portalón de la ciudad.
El segundo domingo de cada mes no abre porque
el espacio ante la puerta está ocupado por un mercadillo de artesanía. Pero
durante los otros tres, el espacio se llena con voluntarios vestidos de época,
con tambores, banderas y fusiles reproduciendo por aquella
puerta y aquella rampa, la entrada formal y el saludo de armas.
Son gentes del barrio que guardan sus ropajes
en casa, que miman toda la puesta en escena, que se prestan a posar para
cualquier foto, que agradecen con vocabulario de época los reconocimientos de
visitantes, y que disponen de infinita paciencia para contar la historia del
lugar, de cada rincón, del porqué de cada detalle.
También aprovechan para dar ideas de cara a mejorar la situación, a que el Ayuntamiento se implique más, a poder hacer, de esa pequeña representación del domingo una auténtica pieza conmemorativa.
También aprovechan para dar ideas de cara a mejorar la situación, a que el Ayuntamiento se implique más, a poder hacer, de esa pequeña representación del domingo una auténtica pieza conmemorativa.
Los vecinos y algunos turistas se detienen en
el minúsculo puesto de venta de recuerdos que tiene ubicado justo detrás de la
puerta.
Los críos suben la rampa con curiosidad y la bajan corriendo con gritos de combate y carreras a ver quién llega antes.
Tras una reja vigilada por una pequeña estatua de la Santa Madrona, una pequeña barca protegida bajo techo va siendo restaurada con infinita paciencia por los técnicos del Museo.
Los críos suben la rampa con curiosidad y la bajan corriendo con gritos de combate y carreras a ver quién llega antes.
Tras una reja vigilada por una pequeña estatua de la Santa Madrona, una pequeña barca protegida bajo techo va siendo restaurada con infinita paciencia por los técnicos del Museo.
Es un pequeño jardín tranquilo, de inmensos árboles y pequeñas fuentes, con bancos clásicos estratégicamente situados, con piedras medievales y un portalón que se abría directamente frente al mar. Es un pequeño retazo de historia que se mantiene vivo por la voluntad de un grupo de enamorados de la ciudad que lucen sus uniformes y su paciencia infinita tres domingos al mes.