A veces asaltan los noticiarios imágenes de calles marginales adornadas con mujeres marginales ejerciendo el más cotidiano de los oficios marginales. Los vecinos hartos, las mujeres huyendo si les piden los papeles, los clientes zigzagueando por en medio.
Girar la cara para no ver el problema es pusilánime. Prohibir la prostitución es tan inútil como prohibir el sexo. Multar a los clientes es ridículo, simplemente vuelve la actividad mucho más obscura, pero no la hace desaparecer. Porque se tendría que prohibir la testosterona y me parece que de momento no se puede.
El deseo sexual es un impulso inherente al ser humano, y en muchos varones (mal entendidos como varones, pero esa es otra batalla), más que un impulso es un ataque. Y puesto que hay demanda, hay oferta. Y consecuentemente, mercado. A partir de ahí se puede reglamentar para que la demanda no llegue a la imposición, para que la oferta no sea forzada y para que los intermediarios sean correctos empresarios, no proxenetas esclavistas. Porque ese mercado existe desde que el ser humano existe, y eso es mucho tiempo para ponerse a prohibirlo (por enésima vez) tontamente. El burdo argumento de que lo son porque quieren, que lo suyo es vicio o negocio sin más, sólo se sostiene en contadísimos casos, y no suelen estar en la calle aguantando una farola.
Legalizar y reglamentar la prostitución a la brava, como si fuera una manufactura cualquiera tampoco es válido. Vivimos como vivimos y tenemos la cultura y la historia que tenemos. No se puede abrir alegremente una empresa que se llame “Casa de Putas, S.A., NIF XXXX”. No se puede dar de alta a las trabajadoras como “Especialista en francés, Oficiala de primera en sado, con conocimientos de zoofilia”. Socialmente es inviable, esas trabajadoras estarían marcadas, tal como lo están ahora. Habría que inventar una fórmula legal y protectora (revisiones médicas, bajas laborales, indemnizaciones) que tratara dignamente el tema, que las protegiera sin caer en el ridículo o el escarnio social. O incluirlas por consenso en algún “cajón de sastre” reglamentario, como esas actividades de servicios personales. Clama al cielo que en una misma mesa se sienten especialistas del mundo laboral, sindicatos y prostitutas y se pongan de acuerdo de una vez. Y escuchándolas mucho, no caigamos en el paternalismo de tratar su problema sin hablar con ellas.
La legalización las sacaría de las calles, las protegería de agresiones impunes y a la vez, liberaría a los vecinos del cutre espectáculo con que se encuentran en su puerta, de inventar respuestas para contestar a un niño que pregunta qué está haciendo esa señora con ese señor.
Igual que muchas señoras se ven abocadas a ejercer como señoras de la limpieza por motivos económicos y cuando pueden dejan ese trabajo sin mayores consecuencias, las señoras que practiquen sexo por necesidad deberían poder dejarlo sin mayores consecuencias. Sin embargo, me imagino sus entrevistas laborales si constara en su informe que de tal a tal fecha trabajó en la empresa “Sexo, S.A.” como “Especialista”.
Es preciso una legalización y una reglamentación, pero que parta de una premisa inexcusable: que en ese trabajo el trato se realice de mutuo acuerdo, por ambas
voluntades. Aunque por una parte la voluntad esté empujada por la necesidad económica y por otra parte por una abstinencia coercitante. Legalizarla minimizaría la existencia de los intermediarios, como pasó (salvando las diferencias) con la Ley Seca. Nunca hubo más borrachos ni más mafiosos ni más dinero negro ni más alcohol adulterado que con la prohibición de beber.
Texto y fotos: Marga Alconchel
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