martes, 14 de octubre de 2008

De talantes y malentendidos

La comunicación es un arte y una técnica. Pero que funcione tiene una clave inevitable: las voluntades de los implicados. Creer que poseemos la verdad absoluta es un primer y sanote impulso que tenemos todos y que nos mueve a actuar. Afortunadamente, la vida, el desarrollo de la inteligencia y la tolerancia nos va demostrando que esa afirmación tiene muchos matices.

“El ser y el hacer no coinciden. Nadie refleja perfectamente su alma en su acción y por lo mismo, es grosero juzgar a alguien por lo que hace”. Esa máxima, firmada por Keiserling, debería estar en la cabecera de todos los intelectuales y en la carpeta de todos los negociadores. Y en el corazón y el talante de todo ser humano. Un comentario desafortunado, un malentendido o una reacción jocosa pueden ocasionar grandes males. Es el famoso efecto mariposa, que no por ser conocido deja de ser cierto.

Los foros internacionales están trufados de desacuerdos a los que se ha llegado por partir de posturas extremas y del cerrilismo intolerante (y cobarde) de no querer oir más voz que la propia. Todos tenemos culturas diferentes y talantes diferentes, pero por encima de todo, lo que impide la fluidez en las comunicaciones es el miedo al otro. De la voz del otro, las experiencias del otro, la realidad del otro.

En una negociación, los que se sientan frente a frente son dos seres humanos, aunque cada uno de ellos lleve en sí toda una nación o una clase social. Una baraja tiene ases y figuras, pero también tiene cartas simples y sin ellas no está completa; al dialogar, las pequeñas miserias de cada uno existen junto a sus grandes virtudes y sobre el tapete, cualquiera de ellas puede decidir la partida.


Gente que se autonombra portavoz de quien no los conoce, gente que toma la lanza en defensa de quien no ha pedido ayuda, gente que decide atacar a quien no se ha declarado enemigo. Gente que entiende la libertad de expresión como un derecho exclusivamente suyo. Todos esos comportamientos anti-personas son los que van minando las comunicaciones entre la gente, son los que van haciendo de este planeta un espacio ensordecido y de confrontamiento, en el que se considera que la actuación propia ha sido de defensa, el que ataca siempre es el otro. Distintas caras del mismo miedo.

Y sin embargo, detrás de esas lanzas y esas soflamas y esos griteríos, sigue habiendo un ser humano. Y muy probablemente, un ser humano curioso que quisiera aprender, conocer, saber de otras verdades, de otros verbos, de otras gentes. Un ser humano que tiene tantas ganas de aprender como miedo al extraño. Un pavor que le lleva a un comportamiento incoherente: desear oir otros discursos y a la vez, rehusar la voz del que no dice lo que él espera oir. Miedo al otro y al cambio.

Miedo a un discurso que no sea el de siempre, de creer que el que no está a nuestro lado repitiendo las mismas consignas, es porque es enemigo y malo. Es un virus que infecta las mayúsculas relaciones internacionales y las minúsculas relaciones personales, que ensucia los foros y los sofás. Hasta guerras se han declarado por malentendidos que se hubieran solucionado en el metro cuadrado de una mesa y dos sillas.

El que no piensa como nosotros es eso, uno que no piensa como nosotros. El que vive en otro país o con otra cultura, es eso, una persona de otra cultura. El que tiene otra visión de las cosas es eso, una persona con otra visión. Y del debate amistoso de todo sale la variedad multicolor y multicultural en la que existimos todos. La comunicación es movimiento de ideas, la vida es movimiento y en el movimiento hay vida.

Hace unos años se hizo famosa una imagen en la que el seguidor de un perdedor se encaraba con un seguidor del ganador: “No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé hasta el final su derecho a decirlo”.

Así sea.

Texto y fotos: Marga Alconchel