miércoles, 29 de abril de 2009

Romper el juguete para acabar la pelea

Judíos contra árabes, árabes contra judíos. En un espacio relativamente pequeño, una tierra atiborrada de historia antigua en la que todos tienen puesto el quid de sus creencias. Y a todos les sobra las presencias de los otros. Guerras por el territorio, por las piedras, por el espacio, por el pastel turístico. Jerusalén para todos en exclusiva. Jerusalén para nadie.

Se podría hacer un ejercicio de gimnasia intelectual: Y si Jerusalén, por algún extraño cataclismo, quedase reducida a grava? Ni siquiera a piedras que se pudiesen adorar como reliquias. Pura grava. Nunca más el templo de Salomón. Nunca más el Muro de las Lamentaciones, Nunca más nada que adorar. Nunca más la posibilidad de discutir por piedras. Y naturalmente, nunca más hordas de turistas en busca del sentido de una fe.

¿Qué harían los fundamentalistas de las tres religiones que la consideran el ombligo del mundo? Qué harían los gobiernos de los dos estados que dicen no caber en la misma tierra? Cuando unos niños se pelean por el mismo juguete, a veces se les quita, con lo que la bronca sigue para recuperarlo. A veces se le concede sólo a uno, con lo que el otro se enfada, ofendido, y busca recuperarlo. A veces se rompe ante los dos, para que sepan que ya no tienen causa para seguir peleando.  

Y a veces se les obliga a sentarse y pactar qué van a hacer con el juguete, bajo la amenaza de destruirlo delante de ellos. Y los niños, que no suelen entender todavía de matices, saben dejar de lado sus enfados para atender un interés superior: pactar un uso y unas condiciones para tener un poco de juguete antes que nada. Y al cabo de un tiempo no muy largo, suelen jugar sin muchos más problemas.

Dos naciones o dos religiones no son dos niños. Pero a veces tantos árboles no dejan ver el bosque. Arrasar Jerusalén sería una salvajada imperdonable, porque como todo lo que ha hecho el hombre, forma parte del patrimonio cultural de la Humanidad. Pero como ejercicio cerebral, como especulación, no deja de tener su interés.

También quedaría el asunto de qué se hace con semejante espacio cuando ya sólo sea un solar. Siguiendo con la gimnasia intelectual, podrían ser jardines urbanos de la ciudad nueva. O una biblioteca al estilo de la antigua de Alejandría dedicada al estudio de todas las religiones del hombre.

O un parque temático que solucionara el otro tema de fondo de la ciudad tres veces santa: el pastel económico de las visitas turísticas. Y eso quizás si los pusiera de acuerdo.

Texto y fotos: Marga Alconchel

jueves, 23 de abril de 2009

La ayuda puede venir de un libro?

Tiempos de desconcierto, de desesperación y de reflexiones sombrías. No es necesario que sea una crisis económica mundial, basta con que sea una crisis personal. Un divorcio, la pérdida de empleo, una amistad que revienta con amarguras podridas. De repente parece que nada tiene sentido, que hemos navegado con rumbo equivocado, en un barco equivocado, en un mar equivocado. Y buscamos ayuda.

Juegan la economía y la vergüenza a la hora de preferir un libro de autoayuda antes que la consulta de un profesional. Es más barato y además más privado; se puede mantener oculto y nadie sabe que uno está absolutamente perdido. Así que se compra alguno que se haya vendido mucho. Y se descubre, en el pasar de las páginas, que el trasfondo es un “¡cambie de actitud, criatura, y tómese menos en serio a usted mismo!” Pero el mensaje no ayuda mucho. Qué cambio? Cómo? Porqué? Y porqué no cambian los otros? Y realmente seré feliz si cambio tantísimo? O me quedaré irreconocible para mí mismo? He de ser frívolo para ser feliz o para entender el mundo?  

Cincuenta libros después, se piensa en el sicólogo. Se comenta de pasada a alguien y ese alma caritativa que también pasó por ese calvario te da un par de pistas: 100 euros por semana durante tres o cuatro años. Y uno piensa si para hablarle a alguien que escucha sin opinar es necesario arruinarse. Así que uno se apunta a todos los cursillos de todas las cosas posibles, a ver si en el trato con mucha gente se aprende algo. Y descubre que la gente va a los cursillos a lo mismo, así que tampoco hay muchas soluciones existenciales en la confección de patchwork o el bricolage con latas de cerveza.

Con todo eso, van pasando las semanas, los meses. Y la inevitable comedura de coco, y la comparación con los demás... depende de la materia con que esté hecha el alma de uno, se hace limpieza interior, se entienden algunas cosas, se archivan otras y se encamina cojeando a la próxima estación de la vida. Pero si el alma es otra, puede perderse en un mar de nubes negras en el que no se puede orientar, y acabar cociendo eternamente rencores, miedos, y reviviendo continuamente las escenas que está deseando olvidar.

La gente que se ha quedado si empleo en nombre de esta crisis anda en una versión laboral de ese laberinto. Y la depre les acecha como una mala gripe. Si la empresa cierra, a dónde voy? Si la empresa sólo ha echado a unos cuantos, porqué a mí? Y si en casa se acumulan las facturas impagadas y las amenazas de cortar luz, agua, gas, teléfono y hasta los cordones de los zapatos, la ansiedad echa la armonía por la ventana. Necesita ayuda económica, evidentemente. Pero también necesita ayuda anímica. Para sobrevivir sin volverse loco, para descartar lo realmente superfluo de su vida, para hacerse fuerte de cara a la siguiente crisis. Porque no hay que engañarse: las crisis son yo-yos, vuelven siempre, pero no siempre por el mismo sitio. Estar vivo implica deslizarse por un mundo lleno de problemas y alegrías, o sea, de tropiezos duros y otros alegres, pero tropiezos.

La ayuda no puede venir de un libro. Ni de un sicólogo. La ayuda viene de un libro, más un sicólogo, más unos amigos, más unas reflexiones, más un pasar el tiempo... Las crisis no suelen ser simplonas y tampoco tienen soluciones simplonas. Pero en todo caso, lo que evidencian es que el ser humano necesita seres humanos. De todas las clases: amigos, familias, amantes... Como decía Joan Barril, es en la sociedad, y no en la soledad, donde nos curamos.

Texto y fotos: Marga Alconchel