martes, 12 de mayo de 2009

Adolescentes de 35 años

Queríamos independencia, libertad, vida. Nos casábamos enseguida (lo de vivir juntos era muy problemático) y nos metíamos en mini-pisos de 28 metros cuadrados, donde el sofá era también cama, asiento para la mesa, despacho y confesionario. No era lo que queríamos, era lo que podíamos pagar. Trabajábamos en cualquier cosa por cualquier sueldo. Después vinieron otros que con más de tres décadas en el DNI seguían negándose a salir del nido de sus papás, convertido en hotel gratis, hasta que tuvieran un pisazo en las mismas condiciones que aquel que sus padres consiguieron después de 30 años de trabajo y deudas. No tienen deseos de libertad ni de independencia, porque de eso ya tienen. No tienen ansias, tampoco ilusiones. Parecen cascarones desmotivados. Dicen que los alquileres son caros, las hipotecas prohibitivas, los trabajos precarios y sus personitas no están hechas para carencias. "Yo no estoy dispuesto a vivir como has vivido tú”,me han dicho.

Los precios siempre han sido caros para los que se emancipan, porque son los primeros pasos independientes de una vida, y todo está por hacer. Y los trabajos tampoco son lo mejor del mundo, porque se accede a ellos sin experiencia. Prolongar indefinidamente la estancia en la casa paterna es un comportamiento de adolescentes impunes, de permanentes inmaduros. Dicen que ellos no fabricaron este mundo, se lo encontraron así. Bienvenidos a la vida, señoritos, porque nosotros tampoco fabricamos el que nos encontramos, también lo encontramos hecho. Hasta los cavernícolas se encontraron el mundo como estaba.

Los señoritos dicen que no pidieron nacer, así que se les debe manutención indefinida. Cierto, no pidieron nacer: por eso deben dar gracias por la vida que se les regaló, y por todos y cada uno de los días que han vivido a costa de unos padres que acertaron o no en la educación, pero que dedicaron a ello sus esfuerzos, buena parte de sus ingresos y de su tiempo. Y ya es hora de que los señoritos se valgan por sí mismos.

Pero hacerse cargo de la propia vida es muy cansado; hay que vigilar la despensa y el armario, hay que lavar y cocinar y asear y gestionar papeles y perderse en esas menudencias en las que las mamás son tan expertas y dedican jornadas inacabables. Y los papás son buenos ordenanzas y porteadores. Si se encargan de sí mismos luego les falta tiempo para perderlo, para cervezas y amigos y cine y ligoteo y el famoso dolce fare niente. Pretenden ser eternamente adolescentes irresponsables.


Los que los hemos visto crecer les avisamos que así no van bien, que tanta tontería les está atrasando el entrenamiento en vivir, que pasarlo bien no está reñido con que, además, se responsabilicen de sí mismos. Y nos miran como si fuéramos momias parlantes, artilugios desfasados que no saben de qué hablan. Lamentablemente somos nosotros los que sabemos de qué hablamos; son ellos los que no tienen idea de la que les espera. Porque tanta falta de entrenamiento los ha hecho muy vulnerables: no saben volar con sus propias alas, y el primer contratiempo los tira al suelo. Ellos dicen que su mundo es otro, que el futuro es suyo, que nosotros somos pasado. Hasta en eso son adolescentes: el pasado pasó, el futuro no ha llegado. Todos somos presente.

No son mala gente, sólo inmaduros, abusones impunes que no quieren pasar de los quince años mentales. Las cosas empezaron con una educación equivocada, sí, pero eso no los disculpa: con más de 30 años a la espalda, buena parte de la culpa ya es suya.

Vamos a ponernos de acuerdo: Estamos todos en el mismo planeta, que da vueltas cada día sin tener en cuenta si nos gusta o no. Vamos a entendernos y a asumir la parte de todo que nos corresponde a cada uno. Y cuando dejemos de mirarnos como si el otro fuera un estorbo, encontraremos el truco para hacer el mundo y la vida mucho más habitable.

Texto y fotos: Marga Alconchel