lunes, 21 de septiembre de 2015

Vivir como un patricio en Barcino

Europa entera está repleta de restos del pasado imperio romano. En la cuenca mediterránea basta rascar un poco la tierra para que aparezcan mosaicos, ciudades, estatuas… Barcelona, la vieja Barcino, es una urbe de millones de almas extendida a lo largo de 2.000 años de historia. Y de vez en cuando, las viejas piedras, a pesar del tiempo, recuperan la dignidad, y en alguna exposición vuelven a parecer lo que fueron: el suelo de una casa, la jarra en la que bebía la familia, el plato de poner la fruta… o una escena mitológica construida con cientos de minúsculas teselas.

En el casco viejo de la ciudad, ese entramado de pequeñas calles que estuvieron cercadas por murallas, hay una calle llamada Avinyó, y en su subsuelo, los restos de la casa de un romano del siglo I, un domus. La exposición, abierta todo el año, recibe a la gente con la reproducción de un soldado y de un campesino a medio salir de la propia pared, porque forman parte de los muros de esta ciudad. 

Y un pequeño cartel anuncia: “Mura. Representación, símbolo y defensa. Desde su fundación como colonia, Barcino quedó rodeada por una muralla, sobre la cual nos encontramos ahora. El primer recinto, construido con técnica militar, pero con una función representativa y simbólica, delimitaba el perímetro sagrado de la ciudad (pomerium). En la segunda mitad del siglo III dC se reforzó la muralla con 76 torres y un cuerpo cuadrangular en la facha marítima que ha recibido el nombre de Castellum y que le daba el aspecto de una plaza fuerte fortificada”.

Al pasar a las penumbras interiores la sensación es de entrar sin permiso en la casa del vecino, y casi parece que huele a pan recién hecho (había un horno) y que un romano saldrá de detrás de ese panel a preguntarte si quieres tomar una copa de vino. La casa estaba al lado de la muralla y probablemente ocupaba una de sus ínsulas, esos cuadrados que fueron el origen de las manzanas del Ensanche barcelonés.

Las cerámicas, los espacios para recibir a las visitas, el lugar del triclinium… todo habla de una organización doméstica, de una organización de la vida y de las cosas que fue uno de los éxitos de la expansión del imperio: un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio.

Naturalmente, no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo. Esa organización tenía una inmensa masa de mano esclava que realizaba las tareas más duras. Y un ejército que cuando no luchaba ni entrenaba construía puentes y carreteras: la Via Augusta media 1.500 km. Tenía una red comercial que puso en contacto entre sí a todo el mundo conocido hasta entonces. Un sistema de comunicaciones que permitía organizarlo todo en tiempo récord (para la época). Hizo del Mediterráneo el mare nostrum.

Pero sobretodo, lo que más atrae la atención en el domus es el espacio destinado exactamente a lo público, a atender visitas y comerciantes, a celebrar banquetes porque era su forma de relacionarse antes del periódico, el teléfono, o las redes sociales. Era la sociabilidad, el intercambio cultural y de opiniones, la curiosidad por todo, fuera propio o ajeno.

En sus orígenes, los romanos comían una sola vez al día, al atardecer. Trabajaban desde bien temprano, hacían un pequeño tentempié al mediodía y seguían trabajando hasta que caía el sol. Era el momento de la familia, los amigos, los tratos, y alrededor de la comida y la bebida, las conversaciones, las noticias, los planes. El tiempo los fue convirtiendo de república en imperio y las cosas cambiaron.

Los restos de la casa muestran un cuidado en el detalle, una decoración elegante, unos suelos de mármol y unas escenas en las paredes reconstruidas a base de paciencia y cientos de teselas de colores. Y dan una clave de los gustos culturales del propietario, al que le atraían los recitales literarios.


Toda la exposición rezuma la tranquilidad de una vida cómoda, sin lujos excesivos pero también sin necesidades, esa bendita clase media que es la que sostiene todas las estructuras estatales del mundo. En las florituras del techo parecen haberse enganchado algunas notas de flauta, las voces de los lectores están en las imágenes de las paredes, y en los cuadros blancos y negros del suelo se notan las migas de ese pan que se cocía en un horno más antiguo que los propios muros de la casa.

Esa sensación de bien vivir, de sentirse parte del mundo, de disfrutar de los árboles, de los cielos, de las cosechas, de las conversaciones, de las gentes y sus culturas. Sí, también esa sensación de que el trabajo pesado lo hacen otros, en las guerras mueren otros, las decisiones duras las toman otros. La certeza de formar parte del mundo, de girar con él, de estar en el magnífico nacimiento de la primera flor de primavera y en la dolorosa muerte de alguien. 

Porque la Vida no pide permiso ni la Tierra afloja la velocidad. Todo sigue viviendo, todo sigue girando. Y en un domus que quedó enterrado hace dos mil años, las teselas siguen formando una imagen, los techos siguen teniendo flores pintadas, las voces dejaron sus ecos en las paredes y en el horno se van apagando las cenizas...Barcino, siglo I

El futuro no es un regalo. Es una conquista.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La Barcelona de los 70 en dos fotógrafos

Antoni Capella - Leopoldo Pomés


Recientemente han coincidido en Barcelona dos exposiciones que mostraban la Barcelona de los años 70, los años del desarrollismo que andaba tranquilamente al lado de la miseria. Una de Antoni Capella, fotógrafo profesional que ejerció para Radio Barcelona, abierta hasta el próximo 3 de octubre. (http://arxiufotografic.bcn.cat/es/exposicion/exposicion-antoni-capella-fotograf-de-societat1955-1980) La otra, ya clausurada, era un homenaje a Leopoldo Pomés, fotógrafo y publicista de campañas míticas.( https://www.lapedrera.com/es/leer-mas/exposicion-leopoldo-pomes)

La de Capella en el Arxiu Fotográfic de la ciudad, que tiene en depósito los 260.000 negativos metódicamente ordenados que les ha entregado su viuda. La otra en la gaudiniana Pedrera. Los dos retrataron las gentes, las modas, los modos y la elitista Terraza Martini. Pero sus ojos no eran iguales.

Antoni Capella Contra (1934-2005) empezó fotografiando las cosas de su alrededor, las bodas, las gentes, lo cotidiano. Realizó un catálogo de peluquería porque su mujer era peluquera. Fotografió la gran inundación de 1962 que arruinó la comarca del Vallés. Regaló una copia de las fotos a  Joaquín Soler Serrano, que lideraba una campaña en Ràdio Barcelona para ayudarles. Ahí empezó una colaboración que duró décadas.

Capella retrató con sus Leica locutores ante el micrófono, grandes voces y grandes personalidades que dejaron huella y condujeron el ánimo del país durante años, y que como tantas cosas, han acabado residiendo en el olvido, ese enorme cielo. Retrató muchas noches en la Terraza Martini, esa coctelería de la Barcelona benestant (bien-estante), de copas, charlas y vida nocturna  en un país que se acostaba temprano porque la tele (la única tele) finalizaba la emisión con la foto fija de un paisaje, música lenta, la frase “…el alma se serena…” y fundía en nieve.

La Terraza Martini, instalada en el 62 del Paseo de Gracia, fue escenario de estrenos de película, obras de teatro y hasta entregas del Premio Planeta. Funcionó entre 1961 y 1980, sólo abría a la hora del aperitivo y por la tarde hasta la cena. Se entraba por invitación y era obligatoria la corbata… excepto para John Wayne. Cosas que pasan. 
 
En la exposición de Capella hay muchas imágenes de grupos musicales de vida efímera, muchísimos baterías, cantantes con más voluntad que mérito, y algunas caras de gentes que sí lo consiguieron. Capella era un fotógrafo documentalista, tenía un gran dominio del flash, y sus fotos quieren reproducir su entorno, ser un testimonio honesto. Sus imágenes casi nunca se publicaban, porque  se vendían a los fotografiados.

Probablemente en la Terraza Martini coincidió alguna vez con Leopoldo Pomés Campello (1931), fotógrafo consagrado, artista del ángulo y de la imagen publicitaria, integrante de Dau al Set y de la Gauche Divine. 

Pomés es un hombre de la burguesía de su época, de aquellas gentes que veían las vidas difíciles de su entorno y querían cambiarlas, pero sin perder la sonrisa, con buen humor, con divertimento. Con la amable solidaridad del que sabe que sus cosas siempre irán bien.

La retrospectiva de La Pedrera llevaba el nombre de Flashback (el restaurante especializado en tortillas creado por Pomés) y recorría su trayectoria como fotógrafo, impecable artista de la cámara, creador de imágenes icónicas en todas sus facetas, tanto de publicista como de retratista o simple enamorado de la fotografía, esa cienciarte que atrapa la vida en retazos de papel.

Sus ideas rompedoras, sus campañas publicistas, sus amigos, sus reuniones, sus actividades, sus negocios… todo un universo que fue también toda una época en sí mismo, la Gauche Divine… todos esos elegantemente antisistema, discretamente anti régimen. Cultos, intelectuales, escritores, poetas, creadores de cine (Escuela de Barcelona), cantantes y rubísimas modelos.

Al margen de sus cuitas existenciales, de sus negocios y de su buena vida social, las fotografías de Pomés son un lujo para la vista. En una de las paredes hay una frase en la que agradece a su padre que le enseñara a mirar. A mirar las cosas, a mirar las gentes, a mirar la vida. Él se aplicó con aquellas cámaras y con aquellas posibilidades, y desarrolló su mirada hasta ser todo un referente en publicidad, hasta crear imágenes con tanto peso por sí mismas que la gente recuerda la imagen más que la marca.

La modelo rubia que cabalgaba sobre un caballo sin silla, los mohínes risueños de Teresa Gimpera mientras anunciaba algo, los toros que tenían que ilustrar un libro que no llegó a ser porque Hemingway se pegó un tiro. La Barcelona pobre que no llegó a ser libro porque era demasiado gris, triste, sin jardines.

Retrató el dia a dia de la calle. De las gente que miraban su publicidad desde el lado del que no puede consumir. Que contemplaban los mundos de ensueño que plasmaba desde los ojos de los que no tienen más sueños que un sobrevivir medianamente digno.

Maestro del retrato, la exposición se abría con uno a tamaño natural de una persona de su entorno familiar: su peluquero, el hombre que venía a casa a cuidarle el cabello como lo había hecho antes con su padre. Pomés lo singularizó admirado por su talante, por sus ojos burlones, por los instrumentos de su oficio que llevaba colgando del cinturón.


Ambos fotógrafos retrataron la ciudad en la que vivían: Capella como un documentalista, Pomés como un artista. El tiempo ha colocado la obra de Capella en el Archivo Fotográfico, lugar de la memoria en imágenes. Pomés  continúa creando, consciente de que el tiempo lo convierte todo en recuerdos.