jueves, 22 de octubre de 2015

Las voces de la radio

La radio tiene voces que son magia: imágenes sonoras que nos llegan a través de algo tan aparentemente modesto como un auricular. Hubo quien aseguraba que la tele mataría la radio a golpe de imágenes, pero ella (la radio) no se deja eliminar tan fácilmente. Ha encontrado un nuevo espacio. La radio tiene segunda residencia en la red, en esas cápsulas podcast donde vive por tiempos y nos permite oírla y volverla a oír, a la hora que nos convenga, hagamos lo que hagamos, sin tener que mirarla.  
Porque no hay nada más fiel que esa voz, esa presencia que nos acompaña pero no nos ve, así que no sabe que andamos con la boca llena de pasta de dientes, con los pelos en guerra de recién levantados o buscando las malditas gafas.

Hay voces en la radio graves, moduladas, envolventes. De esas que llenan el coche y parecen tener peso específico, nos desgranan información, opiniones, nos dan el parte del tráfico, nos dicen el tiempo para el fin de semana o nos plantean sin previo aviso la cuestión existencial que nos llenará el pensamiento mientras las manos llevan el volante.

Hay voces risueñas, frescas, que parecen un amigo siempre a punto de contar un buen chiste o de acompañarte al dentista para darte ánimo. Que te cuentan el estado del mundo mientras pelas cebollas y te hacen llorar. De esas que oyes en la mesa del despacho y no quieres levantarte por si se callan. Hay voces que estando en la montaña te llevan a mares lejanos, estando en la playa te suben a las altas cumbres, que te hacen volar entre vocales y consonantes.

Por eso ver a la gente que hay detrás de los micrófonos tiene un algo de asombro, como si se desvelara el secreto de un prestidigitador. Porque las personas que hay detrás de los micros cuidan esas voces como un instrumento de orquesta, y le saben sacar en cada momento su tono exacto. El tono intimista, el inquisitivo, el respetuoso, el estereofónicamente silencioso. Y eso implica cuerdas vocales, respiración, entonación… y sed, mucha sed.


Las escuelas clásicas de radio enseñaban a respirar, a mantener la postura que facilite el paso del aire por las cuerdas vocales, a pronunciar cada letra por sí misma, porque consideraban que el oyente quiere oír, no interpretar ruidos. A componer las frases con la cantidad de palabras que se puedan pronunciar antes de ahogarse, a aprender a levantar el ritmo o a decrecerlo según vaya a ser principio de charla o final. Incluso enseñaban a escribir guiones en los que se marcaba con signos el tono que debía tener cada pausa.

Después se buscó una mayor “normalidad”, un hablar que fuera como el del vecino o la dependienta de la tienda, sin más trabajo. Tan buena es una opción como la otra, corresponden a momentos sociales distintos. La radio siguió su andadura, y de entre todas las voces siguieron destacando, como solistas de orquesta, las voces especiales que llenan el espacio.
Y la radio siguió siendo la compañía discreta en las habitaciones de hospital, en el bolsillo de los invidentes, en el de los vigilantes o la gente que está de guardia.

Y sus voces han seguido siendo la compañía de la intimidad, del momento en que sin pedir permiso lanzan al aire la frase que te detiene el gesto, que te obliga a mirar el aparato con cara de impacto, porque acaban de poner en sonido tu propio pensamiento. Voces arropadas en sus silencios, esos abrigos del pensamiento, espacios donde la idea crece porque nada la entorpece, donde cada oyente la modela a su criterio. Porque la boca no es para hablar, sino para callar, según asegura el escritor Manuel Rivas

martes, 6 de octubre de 2015

Pagar hoy la esclavitud de ayer

David Cameron ha estado recientemente de visita por Jamaica, uno de los países caribeños con un pasado esclavo. Y ha destacado las inversiones millonarias de su país en el desarrollo de infraestructuras en la isla. Pero lo que flotaba en el aire era si trataría del pago de compensaciones por ese pasado. (Cameron en Jamaica).

Los países americanos de ascendencia africana periódicamente reclaman indemnizaciones  por los millones de esclavos con los que se formó su país. Los países de origen, también. Los países antiguos esclavistas reconocen ese pasado y se disculpan (más o menos) pero no quieren hablar de pagos. La columnista Julia Hartley, del Telegraph, pregunta: “A mí me molesta bastante lo que hicieron los romanos a mis antepasados británicos, por no mencionar las atrocidades de los vikingos. Entonces, ¿voy a reclamarle a los italianos y los daneses por ello? ¿Hasta cuándo: 200 años, 500 años, 1.000 años después? ¿O podemos pedir compensaciones por todo lo que ha ocurrido desde el Big Bang?”

No es una cuestión retórica. Por un lado, queda por dilucidar si todos los negros de hoy en esos países son realmente hijos de esclavos. La esclavitud era un comercio legal en aquellos momentos. Pero no todos los ciudadanos blancos de los países esclavizantes tenían esclavos. Y muchos negros nacieron directamente libres.

Y si se pide compensación “de país a país”, un estado estaría asumiendo las responsabilidades de sus ciudadanos más ricos, mientras a los demás se les pediría que pagasen por algo que no sólo no es culpa suya, sino que sucedió antes de que nacieran.

Todos los países del mundo han robado y han sido robados, han invadido y han sido invadidos, han matado y han sido muertos. La esclavitud es una práctica tan vieja como el ser humano, ya la practicaban los cavernícolas cuando descubrieron que uno fuerte puede obligar a otro a trabajar para los dos.

La esclavitud es una carnicería imperdonable y vergonzante para todo el género humano, que ha existido prácticamente en todos los rincones del planeta a lo largo de  milenios. Y todas las sociedades han ido evolucionando y trampeando como han podido con su presente, con su pasado, con sus glorias y con sus miserias. De la esclavitud africana (y europea, y china) que llenó las tierras de América han pasado siglos. ¿Qué han hecho en ese tiempo esos países, esas gentes en esas situaciones?

Hilary Beckles, director de la comisión de Reparaciones de la Comunidad del Caribe, ha dicho: "No pedimos limosnas o cualquier otra forma de sumisión indecente. Simplemente pedimos que se asuma la responsabilidad y se den pasos para contribuir en un programa conjunto de rehabilitación y renovación".

Esa dignísima declaración tiene otra cara: adjudicar muy hacia atrás la ruinosa situación del presente. Pedir que otros países solucionen los problemas de éstos, pagando con dinero de hoy las deudas de ayer.

Hacen orfebrería matemática para calcular cuántos jornales se hicieron y trasladarlos al precio de hoy. Pero la cantidad exacta de esclavos no se sabe, y los salarios hubieran sido muy dispares, porque no tenían la misma calificación los esclavos del campo que los urbanos. Si se quisieran aplicar criterios actuales, habría que descontar alimentación y vivienda de esos esclavos, llegando a una aberración inclasificable.

Puestos a ser justísimos, muchas personas de esos países esclavizantes, tienen en sus pasados mucha gente que vivió como los esclavos, aunque no fueran de color oscuro. Y tendrían que pagar? Los lugares a los que se llevó esa mano de obra tenían indígenas, que sufrieron doble invasión y casi extinción por enfermedades importadas y condiciones de vida inhumanas ¿Deberían los descendientes de esclavos pagar indemnizaciones a los descendientes de nativos porque formaron parte de sus tragedias? Otra aberración.

La esclavitud es una práctica histórica del ser humano, miserable e inhumana. Pero los mercaderes europeos arribaron a las costas africanas para comprar esclavos en los mercados que ya existían, controlados por tribus africanas para vender gente de otras tribus. No fue un invento europeo. Ni lo pagarían ahora los herederos de los unos ni lo cobrarían los descendientes de los otros.

La palabra “esclavo” deriva de eslavo, que fueron los primeros pueblos esclavizados en masa por el imperio romano. La esclavitud temporal para saldar deudas fue común en Europa durante siglos. La movilización de mano de obra esclava para grandes obras ha sido una práctica habitual en todo el mundo, incluidas Rusia, India y China. Millones de chinos también fueron llevados a América y ellos están demasiado ocupados levantando su propio país como para andar con reclamaciones.

El tema de la esclavitud es un atolladero político cíclico, que sirve a muchas naciones para justificar su ruina económica, para reclamar permanentemente más dinero y para acallar las bocas de los que preguntan por  todo el dinero que ya se les ha enviado. Y ahí juega la carta de corrupciones, desconocimientos e intereses inconfesables. Y deudas.

Muchos de esos países están endeudados con entidades financieras internacionales que se llevan la mayor parte de su producción. Muchos tienen sus materias primas en manos de multinacionales que no tienen más patria que el beneficio económico. Esa es su esclavitud actual, esa es la causa de su ruina actual, esa es la clave para que levanten cabeza.

Que afronten su presente y que tomen el poder de sus propios recursos y de la formación de su gente, que gestionen su presente, como han hecho todos los países, asumiendo su propia historia, con sus luces y sus miserias.

Hay varios libros que tratan el tema de la esclavitud con seriedad histórica, y que merecen, pese a lo durísimo del tema, una lectura detenida. Historia de la Esclavitud (de José Antonio Saco), y el gran volumen La Trata de Esclavos, Historia del tráfico de seres humanos, de Hugh Tomas.


No se trata de olvidar la esclavitud, o de tratarla como un tema menor, o dejar de vigilar para que no vuelva a suceder. Se trata de asumir la historia de la Humanidad como lo que es: memoria y aprendizaje del pasado.


Porque el trabajo que tenemos todos por delante es construir el futuro.