miércoles, 17 de marzo de 2010

Mal rollo

Érase una vez un empresario llamado Gerardo que tenía una línea aérea y dejó a tres mil viajeros tirados en distintos aeropuertos. Había dejado de pagar a sus empleados, debía un crédito millonario a una caja de ahorros y le quebró una compañía de seguros. Era el jefe de todos los empresarios del país, y éstos lo mantuvieron en el sillón porque sacarlo daría mal rollo. Lo que espanta es que no es un cuento. 

Somos millones los que no tenemos empresas ni trabajadores ni compañías de seguros, pero tenemos un trabajo al que acudimos cada día y debemos miles de euros en hipotecas que pagamos religiosamente. Y si hubiera un representante colectivo que hubiera estafado y robado, ninguno de nosotros querría que le representase ni un día más, y saldrían declaraciones públicas deponiéndolo inmediatamente porque nos ensuciaría a todos. Pero Gerardo no sólo estafó, sino que dijo que los que le compraban billetes eran tontos por no darse cuenta de lo que iba a pasar.

Ya estamos curtidos de empresarios impresentables, de gentuza que roba a las instituciones durante décadas (Palau de la Música), de compraventa de trajes políticos (Gürtel) y de toda clase de escoria pública de todos los colores. Pero no habíamos visto tan a la descarada la indecencia de unos empresarios que se rasgan las vestiduras asegurando que son los que crean país y con la misma jeta mantienen como representante a un estafador, nefasto directivo de empresas y burlón de la fe de sus propios clientes. ¿Qué poder tiene sobre ellos para que sea tan inamovible? ¿Qué conoce, qué oculta para que les resulte tan inatacable?

Dicen los empresarios ceoés que ahora sería mal momento para sacarlo, que parecería una claudicación, que es que como jefazo de ellos no lo ha hecho mal. La catadura moral de esos comentarios excede la capacidad de lógica. Si ahora no es el momento, ¿a qué momento esperan? Algunos empresarios se sienten muy incómodos con esta situación, pero los otros les recuerdan que los “creadores de país” son ellos, no la opinión pública, no las fuerzas políticas, ni siquiera los 46 millones de clientes de esta península. Habrá que recordarles que este personaje ha llegado a donde ha llegado porque también es parte de su obra.

El sistema económico de esta parte del mundo ha demostrado estar podrido en sus entrañas, y de ahí la crisis que pagamos entre todos, aunque no todos al mismo precio. Todas las voces intelectuales insisten en que es necesario un cambio profundo, una reestructura severa y que nos hemos de poner todos. Los sindicatos aceptan que su forma de entender el mundo laboral a veces es del siglo XIX y hay que revisarlo. Los políticos aceptan que también existen otros interlocutores válidos, no sólo los diputados. Todos ya empiezan a asumir depuraciones, cambios y consecuentemente, alguna pérdida. Todos hablan de corrupción como una enfermedad que ataca a algunas personas independientemente del color que exhiban y que han de ser apartadas inmediatamente para que no causen más daño. Todos menos los empresarios.

Los empresarios, los que piden despido libre para tener las mínimas pérdidas en caso de problema. Los que hablan de su papel social, pero no lo recuerdan al dejar a un trabajador en la calle sin más. Los que se quejan de todos los impuestos del mundo, pero los torean tanto como pueden y se aprovechan de los beneficios de esos impuestos tanto como pueden mientras que sus empleados, atados a una nómina, no tienen escapatoria. Los que se quejan de costes laborales insostenibles, pero ofrecen contratos de jornada completa por 900 euros mensuales.

No se trata de satanizar alegremente a los empresarios; muchos de ellos, muchísimos, luchan con bancos y mercados y costes financieros y con algún trabajador que debería estar en una jaula. Muchos, muchísimos, son personas dignas que generan riqueza, que forman el tejido que sostiene un país, que ejercen una labor social y que dan un medio de vida a otras personas que no han tenido su suerte o sus capacidades.

Precisamente esos, los dignos, no deberían consentir que los otros, esos que no tienen nombre, les representen, ofendan su trabajo y mantengan en primera fila al más estafador de todos. Porque no se lo merecen, porque ha ensuciado profundamente toda su credibilidad, y porque cuando se empeñan tanto en mantenerlo, hacen pensar que lo usan para tapar mayores gravedades. Y ahí llega el escalofrío.

Es necesario hacer limpieza en la propia casa para pedir limpieza a los demás, es necesario reconocer fallos para poder corregirlos. Y si Gerardo está ahí porque tapa basuras mayores, quizás sea el momento de hacer una desinfección profunda para encarar honorablemente los nuevos tiempos.

A fin de cuentas, desde hace miles de años todos sabemos que la mujer del César no sólo ha de serlo, sino parecerlo.

Texto: Marga Alconchel