martes, 23 de enero de 2018

Los carruajes del último viaje

La montaña de Montjuic, frente al puerto de Barcelona, tiene un gran cementerio urbano mirando a las aguas del Mediterráneo. La muerte es un tránsito inevitable, pero hay muchas fórmulas para el momento en que el cuerpo marcha hacia su último domicilio. En las épocas en que la vida social tenía otra intensidad, abandonar este mundo a veces tenía connotaciones un tanto teatrales, “por la puerta grande”. 

Había un algo de exhibicionista en los grandes carruajes cubiertos de adornos dorados, y tirados por fornidos caballos emplumados,  que desfilaban lentamente por las calles para que todos pudieran saber que alguien desaparecería de las calles y de las tertulias para siempre. Sus familiares y amigos les seguían en un largo séquito que dejara patente los muchos amigos y familiares que tenía el difunto, la gran ausencia social que dejaría tras de sí.
El Cementerio de Montjuic tiene una gran colección de carrozas fúnebres fabricadas entre finales del s. XIX y mediados del XX. Llaman la atención por su aparatosidad, por la exhibición del féretro entre cristales transparentes, por los arreos y adornos que portaban los caballos, por toda la puesta en escena ritual que conllevaba el traslado de un cuerpo hasta el punto de la montaña donde residiría para siempre.
 
Para entender la aparatosidad de los carruajes y el efecto visual de su recorrido por las calles hay que tener presente que derivan de la época en que estaban muy presentes los privilegios de la aristocracia y que toda la vida pública estaba regida por los dogmas de la Iglesia Católica. Las costumbres ancestrales enterraban a los fallecidos en los cementerios parroquiales, pero el crecimiento de la ciudad había hecho imposible seguir con esta práctica, y se construyó un cementerio alejado de la ciudad, de ahí la necesidad de crear un vehículo que trasladara el féretro y un séquito que transportara a los familiares.

La colección fue creada en 1970 por Cristóbal Torra, gerente del Servicio Municipal de Pompas Fúnebres, conforma un museo único en Europa. No está completa porque la empresa, prosaica en su negocio, consideraba las carrozas como un instrumento de trabajo, así que las renovaba o las desguazaba sin mayores miramientos. Por esa misma causa no hay documentación pormenorizada de cada una de ellas. Se han salvado 19 piezas originales (13 carrozas fúnebres y 6 carruajes de acompañamiento) que son todo un símbolo de lo que representaba ese último viaje en cada momento histórico, también sometido a las modas.

Ese traslado final también tenía que adaptarse al nivel económico. La mayoría usaban el modesto modelo Araña, aunque también existía el carruaje Imperial para personalidades públicas. En la colección del museo también hay una Gótica y una Grand Doumont.

El número de caballos que tiraban de ellas (hasta 6) y los enjaezados con que se les cubría, así como los tejidos de los enlutados daban mayor lujo a la comitiva. Curiosamente, los coches de acompañamiento no tenían tanta parafernalia porque también eran utilizados para otros transportes no funerarios. Únicamente una carroza, la conocida como Viuda Negra, era utilizada exclusivamente en funerales y todos sus elementos eran de color negro.
Al lado de los grandes e impresionantes carruajes con remaches brillantes descansan los pequeños carruajes blancos (símbolo de pureza e inocencia), dedicados a mujeres solteras, religiosas y niños. Producen una impresión algo triste a pesar de su belleza y sus dorados; siempre parece que todas estas cosas no son para niños, que deberían estar fuera de todo esto, que su lugar es jugar y llenar el aire de risas y curiosidad sinfín.
El museo también acoge tres coches a motor que realizaron transportes hasta los años 40. Son un Hispano Suiza, un Studebaker y un Buik Rivera. Las modas habían cambiado completamente y la sociedad exigía sobriedad y color negro. El Buik, un lujoso vehículo norteamericano, fue difícil de importar en su época, y el alto consumo de combustible lo retiró de servicio durante la crisis del petróleo de 1976.  Hoy la ceremonia se ha modernizado y reducido, pero en esencia es la misma: berlinas modificadas para el transporte de un ataúd, con ganchos en los que colgar coronas de flores.

El museo completa la colección con una biblioteca de temática funeraria que recoge más de 2.000 volúmenes, que recogen información alrededor de la muerte y las prácticas funerarias en todo el mundo. Lamentablemente, no tiene servicio de préstamo.


lunes, 22 de enero de 2018

La mujer y El nombre de la rosa

En tiempos en que ser mujer y ser hombre parece un asunto de guerra en la que suelen morir ellas a manos de algunos de ellos y en que ellos cargan a todas horas con la etiqueta de “bajo sospecha”, merece la pena coger aire, tomar distancia y vernos como las dos mitades de la Humanidad, con serios problemas de convivencia que hay que solucionar.
 
Y para aclarar las ideas de algunos que parecen añorar tiempos más oscuros aún, sirve de ejercicio volver a leer las palabras que Umberto Eco dedicó a la mujer en su obra El nombre de la rosa.

Umberto Eco fue filósofo, profesor de universidad y escritor de muchos ensayos sobre semiótica, estética, lingüística y filosofía, así como de varias novelas. También trabajó como crítico literario, semiólogo y comunicólogo. Recibió multitud de reconocimientos a lo largo de su trayectoria, así como el título de Doctor Honoris Causa por 38 universidades.

Su obra El nombre de la rosa es una ficción histórica medieval sobre asesinatos en un monasterio, tema que le sirvió para poner en nombre de su protagonista, Guillermo de Baskerville, sus propias opiniones sobre la riqueza injusta y la pobreza extrema, la condición humana, la violencia gratuita, el temor al conocimiento, la obsesión por el poder, la negación de todo cambio.

 
Defensor intelectual de la mujer, su ingente cultura citaba los nombres propios de mujeres importantes que nadie conocía, y exponía que su inexistencia en los libros de historia no era por sus carencias, sino por la situación social en que tuvieron que vivir. Con su estilo de profesor universitario lo comunicó en un artículo titulado Filosofar en femenino: https://redfilosoficadeluruguay.wordpress.com/2012/09/23/506/

Y lo puso en boca de su personaje el monje Guillermo de Baskerville, cuando respondía al remordimiento de su alumno Adso de Melk, por haber estado con una mujer por primera (y única) vez en su vida:

“Sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: “Hallé que es la mujer más amarga que la muerte, y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras”. Y otros han dicho que es vehículo del demonio.

Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la Creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que El les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes:

En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el Paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla.

En segundo lugar, el Señor, que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la Resurrección, se le apareció a una mujer.


Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anormal que también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo?”


Pereza para vivir

Pereza es ese estado hedonista en que los ojos se fijan sin más en la persona amada y se abandonan al puro lujo de la observación; de embeberse de la cadencia de sus movimientos, de la curva de sus brazos, del mechón de pelo que le cae sobre la nariz cuando toma el periódico de encima de la mesa.


Pereza es ese estado lánguido en que únicamente se tienen fuerzas para esbozar una sonrisa y mirar, desde lo más profundo del alma, el devenir de quien comparte con una, cama, corazón y piso.

Pereza es ese estado fetal en que el cuerpo, arrebujado bajo las sábanas, busca el calor del cuerpo ausente, se regocija en su tibieza, se abandona con los ojos cerrados, sin movimiento, sólo latiendo.

Es ese estado en que no funcionan los músculos, sólo los sentidos. Ese momento en que toda la vida está en los ojos, en el olfato, en el oído, en el tacto, en el gusto. Cuando los movimientos tienen sabor, la música olor, la piel se muestra hambrienta de tacto ajeno. Es ese estado tan cercano al amor, que es casi su obligación.

El ajetreo del reloj se detiene, sobreviene la pereza y en ella la contemplación del ser amado, el goce de la vida, el placer de vivir por vivir. Y la exploración perezosa del cuerpo del otro, del ser del otro. Es el imperio del tiempo, la más íntima conquista del ser humano, y a la vez, lo que le devuelve su condición primaria de ser vivo, de estar vivo.

Pereza es también el apellido de la tristeza, de ese momento en que la ausencia ya se hace dolor, en que, con la ausencia del ser amado también falta el aire, falta la risa, falta el sol en el cielo. Como decía Amado Nervo, “ha de faltarme la mitad del alma y ha de sobrarme la mitad del lecho”.

Hay pereza en el estado en que de los ojos cae toda la lluvia del cielo para humedecer una cama seca, en que no se sale del dolor por no salir de la ausencia, porque en la ausencia al menos hay un recuerdo. Cuando se supera eso y se sale de la pereza, la ausencia ya es vacío.

Hay un precedente en la pereza: la Acedia. Los escolásticos, siguiendo a san Gregorio Magno, definieron como Acedia al último de los siete pecados capitales, y lo definieron como “tristeza o hastío”, indiferencia ante los bienes espirituales y el esfuerzo que implica su consecución.

A la Acedia le opusieron la caridad, pero la Iglesia Católica se fue alejando de su moral tradicional y se fue impregnando de una tradición y unos modos burgueses. Por lo pronto, reinterpretó ese concepto como “pereza” y lo redefinió como la ociosidad madre de todos los vicios. Y por supuesto, le opuso como virtud la laboriosidad o diligencia.