martes, 29 de marzo de 2016

Quiero ir a la cárcel, hay médico gratis.

Una noticia humana sobresale en toda la vorágine de titulares repetidos entre política y masacres terroristas. Según The Financial Times, hace años que en Japón los ancianos cometen pequeños robos para que les lleven a la cárcel. No son grandes cosas, no hay violencia. Simplemente es la causa que necesitan para que les lleven a la cárcel, donde tienen asistencia médica gratuita. La noticia parecería casi una broma si no escondiera una realidad detrás: el 40% de los mayores de 60 años viven solos, los ingresos son bajos y el país es caro.

Más de la tercera parte de los hurtos (el 35%) son reincidentes, y no poco: en 2013 el 40% de ellos robaron más de seis veces. Comparado con 1991, una época de bonanza económica, han aumentado un 460%.

Es un síntoma de una sociedad (la moderna) en la que se estima que hacia 2060 casi la mitad de su población tendrá más de 60 años. Los estándares de vida actuales, los sistemas laborales y la poca protección a las capas no productivas de la sociedad (niños y mayores) están empujando a muchas personas a buscar soluciones desesperadas.

Porque ha de ser desesperante que la única solución para tener techo y comida cuando se han cumplido 60 años sea estar en la cárcel. Puede parecer una peculiaridad de la sociedad nipona, pero es un síntoma de lo que puede ocurrir en cualquier lugar.

La obsesión por hacer negocio con lo que sea, convirtiendo la salud en un producto más, es contraproducente. No sólo a nivel humano, por el desasosiego y el desamparo. No sólo a nivel social, por el abandono descarnado sobre aquellas personas que trabajaron durante décadas en la creación del status que tenemos todos. También a nivel poblacional: un colectivo empobrecido y enfermo consolida una sociedad y un país empobrecido y enfermo.

Los hospitales y la asistencia médica en sí misma, tiene un costo elevado. Las industrias farmacéuticas invierten muchísimos recursos en conseguir fórmulas y productos que mejoren la salud. Las empresas que fabrican maquinaria médica también han de pagar salarios e impuestos. Todo ese coste ha de ser cubierto, lógicamente. Pero hay un punto en que deja de ser beneficio razonable para entrar en usura.

No se puede etiquetar la salud, que no deja de ser Vida, como un negocio. Un estado debe proteger la vida de sus ciudadanos, porque ellos son la razón de ser de un Estado. Ningún país existiría, por definición, si no tuviera personas. Por tanto, las personas son lo principal, y han de estar protegidas por las instituciones a las que entregan sus impuestos y en las que delegan la gestión de las cuestiones públicas.

Los presupuestos han de contemplar el gasto sanitario como un coste de mantenimiento del país, no como un gasto por culpa de los enfermos. Gastar (invertir) en la salud de la población implica, en poco tiempo, que las cifras se reduzcan porque la población está sana. Mercadear con la salud, privatizar lo que se levantó con el dinero de todos, cerrar hospitales…  es poner el primer motivo para que nuestros mayores (que no son de Japón) empiecen a robar manzanas en los mercados.



domingo, 6 de marzo de 2016

El descenso del Amazonas

El descenso del Amazonas es un libro escrito por Joe Kane. El subtítulo reza: “El relato de la primera expedición que logró recorrer el Amazonas desde la fuente hasta la desembocadura en el Océano Atlántico.”

No es el último best seller en libros de viajes, es uno de esos volúmenes de fondo de librería, uno de esos relatos que esperan pacientemente al lector adecuado, porque no atienden modas, sino modos de leer.
 
Nueve hombres y una mujer, de Polonia, Inglaterra, Costa Rica, Sudáfrica y Estados Unidos. Deportistas, científicos, aventureros, una doctora, un periodista. Ellos, sus miserias y sus heroicidades cotidianas se embarcaron en kayak para recorrer el Amazonas desde la fuente hasta la desembocadura, 4.500 km. más allá.
No es el argumento de una novela, es un viaje real realizado en 1985. Las motivaciones de ellos fueron tan variadas como los vericuetos del rio, los ramales que tuvieron que escoger, las decisiones sobre sus propias vidas que el rio les iba imponiendo. Desde el que quiere filmar un documental hasta el aventurero o en científico, pasando por el que quiere demostrarse a sí mismo que no es cobarde. Las vidas de la gente del río, los que viven minúsculamente en las orillas del mayor río del mundo, y el periodista que ha de escribirlo todo.

No fue sólo un viaje físicamente largo y extenuante, lleno de maravillas y de sorpresas, de hielo andino, calor tropical, humedad asfixiante y un río que va convirtiéndose en ocho kilómetros de anchura. Fue un recorrido que muchas veces rozaba lo suicida, que algunos abandonaron a mitad de trayecto. Y que les cambió la vida a todos.
La obra, escrita por Joe Kane en 1989, narra en primera persona las sensaciones del periodista y lo que observa de los demás. Su texto es claro, con los adjetivos justos y con las descripciones más elegantes de las escenas menos elegantes. No esconde sus miedos, su retos físicos, el rechazo de algunos hacia él y de él hacia algunos, su cobardía, su lucha contra ella, sus cambios de opinión… todo en medio de un mundo que es agua en permanente movimiento, océano de líquido en movimiento que va a travesando poblados, lugares que no merecen ni ese nombre, miserias, gentes felices y gentes permanentemente asombradas, gentes estancadas y atrapadas en las orillas de un río que siempre se va. Páginas para aprender qué son aguas bravas, aprender a leer en los remolinos y en los rugidos, aprender a ser tan prudente como valiente.

Los libros de viajes tienen una garra que se aferra al pecho del lector, lo arranca del sillón y lo empuja fuera de casa, a irse aunque no sepa a dónde. Pasar las páginas de esas vivencias mientras se está cómodamente sentado en algún sitio es sentir que algo se nos escapa, que estamos perdiendo alguna oportunidad magnífica, que la aventura está llamándonos desde no sabemos dónde, y que criaremos una enorme panza de aburridos si no le hacemos caso.

Las páginas de Kane hay que leerlas y después digerirlas, aceptar esa confesión de las propias contradicciones, la descripción de un sentimiento en una dirección, que a la hora de expresarlo en voz alta, se convierte en un razonamiento en dirección contraria. El protagonista, agotado y asustado por el río, madura durante un buen rato las razones por las que ha decidido abandonar la expedición. Llega ante el guía y simplemente dice. “Cuenta conmigo, llegaré hasta el final”.

Ese es el gran mérito del libro, de la narración: todos nos sentimos de alguna forma identificados con ese miedo que sentimos dentro y que convive con esos actos valientes que llegamos a hacer. Y exactamente lo contrario, también sentimos como propios esos valores que aseguramos tener dentro y acabamos actuando alguna vez con la mayor cobardía. Las contradicciones de estar vivo.

A fin de cuentas, todos, en nuestras pequeñas vidas, navegamos por nuestro Amazonas particular, permanentemente hacia la desembocadura, conociendo gentes y lugares que nunca acaban de ser nuestros, situaciones, riesgos, maravillas y penas que siempre van quedando atrás.

Y un buen día nos encontramos como los protagonistas, que no saben si han llegado al final de su aventura hasta que uno bebe del agua en que navegan y simplemente dice: sal.