martes, 26 de abril de 2016

Circuncidar en un pupitre escolar


Acaba la clase y trescientos niños recogen sus cosas. Entran unos hombres, indican a los niños que se quiten los pantalones y se echen sobre los pupitres. Detrás de ellos, otros hombres con guantes de quirófano circuncidan a 300 niños de 9 años, que gritan de dolor. No es un acto terrorista. Está promocionado por las autoridades filipinas para mantener las tradiciones en condiciones sanitarias.

Todos los grupos humanos tienen tradiciones culturales que se han ido formando a lo largo de los siglos. Probablemente en su origen tuvieron algún sentido lógico, pero con el devenir del tiempo han acabado siendo un símbolo más dentro de los entresijos de las relaciones sociales.  Pero el respeto a esas tradiciones y a la cultura en la que existieron no debe ser causa para mantener unas prácticas que al día de hoy, simplemente son bárbaras.

Han de conservarse en los museos, en los libros de texto, en las explicaciones antropológicas, como recuerdo en las fiestas señaladas. Nunca sobre el cuerpo de los más pequeños, nunca en las violencias  a la infancia. Al día de hoy ya no son tradiciones, son simplemente ejercicios de poder, formas de expresar que los dominantes deciden quién es hombre y quién es inmaduro o cobarde o impropio. Y lo deciden sobre niños de 9 años que a duras penas entienden qué está pasando, para qué sirve o de qué son culpables. Porque lo que sí saben es que es tremendamente doloroso y no les soluciona nada.

La noticia asegura que en el distrito filipino de Marikina, en el colegio Fortune, las autoridades han anunciado que lo hacen para que las intervenciones sean seguras. Para que no sigan los problemas de infecciones y secuelas de por vida que se han producido, al haber sido realizado sin conocimientos adecuados ni condiciones sanitarias. En la sociedad filipina, la circuncisión (llamada Tuli) es el rito para que un niño entre en la etapa de adulto, y los que no son circuncidados reciben burlas por parte de los demás.

Las aulas no son  quirófanos. Las prácticas ancestrales suelen quedar ilógicas con el paso del tiempo, y deben quedar como recuerdo en los párrafos de la historia, en los carteles de los museos, en los discursos de los especialistas. Las autoridades deben mantener vivos los recuerdos de la historia colectiva, no necesariamente las prácticas violentas sobre la población más vulnerable.

Los profesores deben enseñar respeto a la vida, que un niño es una persona esté circuncidado o no, que el paso a ser hombre es mucho más complejo y de mucha mayor envergadura que la mutilación de una parte de sus genitales. Y que esa mutilación, en realidad, no demuestra ninguna hombría


lunes, 18 de abril de 2016

Tenía 3.500 amigos en Facebook y murió solo

José Ángel vivía en un pueblo de Pontevedra rodeado de basura, aunque él probablemente no la definía así. Recogía cosas de los containers montado en una de las bicis que también había rescatado. Enfermo con  síndrome de Diógenes, acumuló tal cantidad de trastos alrededor de su pequeña casa que sólo podía entrar y salir por una ventana. Por donde entró la policía para recuperar su cuerpo, que ya llevaba una semana muerto.

 José Ángel tenía 51 años, vivía solo y estaba solo en el mundo real, aunque tenía 3.544 amigos en Facebook y se comunicara habitualmente por Whatsapp. Precisamente uno de sus contactos, una mujer de Canarias, avisó a la policía de Vigo porque hacía una semana que no le contestaba.  Lo encontraron, salió en los medios, había nacido en Vigo, se explicaron los datos conocidos. Nadie reclamó su cuerpo, nadie se presentó como familiar o amigo real. El ayuntamiento se hizo cargo del entierro como acto de beneficencia, y fue colocado en el cementerio de Pereiro tras el número 113.

La noticia que recogen los medios  recuerda otros casos de otros indigentes que en pleno invierno han hecho fuego para calentarse y el humo ha acabado asfixiándolos, o el fuego calcinándolo todo, sin que nadie se haya dado cuenta hasta que el olor se ha hecho insoportable o los bomberos lo hayan entresacado de los restos.

Dicen que ellos no quieren ir al médico, dicen que viven así porque quieren, dicen que no aceptan los servicios de beneficencia de las Administraciones. Lo que no dicen con tanto énfasis es que son personas enfermas, personas que en algún momento perdieron el camino para relacionarse con los demás, personas que quedaron atrapadas en sus propias telarañas mentales y no encuentran la salida.

El espacio físico que una persona considera “su casa” es, literalmente, su refugio, el  lugar donde se siente a salvo. Para ellos, acudir a un centro donde le faciliten ayuda con la casi obligación de ducharse (tiempo que algunas veces emplea la organización para tirar sus ropas mugrientas y darle otras limpias), es un momento de mayor vulnerabilidad: desnudo en un ambiente extraño, y encima, despojado sin permiso de la ropa que llevaba puesta. Para los ojos del mundo, les hacen un favor. Para sus ojos dolientes, les avasallan su poca dignidad.

No quieren ir al médico, según la opinión más extendida. Un médico se empeña en tomarte la presión o pincharte para medirte el azúcar, actos que se ejercen sobre un cuerpo que no suele estar limpio. A la sensación de vergüenza se añade la de intromisión. Y después vienen los imposibles: la cantidad de medicinas que se le recetan, gente que no tiene tarjeta médica o que la tiene de beneficencia, a la que le resulta muy complicado seguir tratamientos, tomarse mediciones, hacerse analíticas, además de las larguísimas esperas.  Y todo eso para qué? Para que la tos no resuene en la barraca en la que viven, para que no le pique tanto el sarpullido de tocar cosas corrompidas.  Remedios para unas enfermedades difíciles, porque el primer tratamiento sería cambiar de vida.

Se habla de Ley de Dependencia, de Síndrome de Diógenes, de Síndrome de Noé (acumular mascotas abandonadas). Son derrumbes humanos, personas que están vivas porque la vida se abre paso por encima de todo, pero que anímicamente andan muy al límite. Las Administraciones, desbordadas, tramitan docenas de denuncias de vecinos, acuden los servicios asistenciales. Ponen en marcha toda una maquinaria con muy buenas intenciones, pero demasiado burocrática para unas personas que necesitan, por encima de todo, a personas.

El problema es complejo, porque cuando se llega a esos límites, la estructura interior que nos mantiene “normales” a todos, en ellos se ha desfigurado hasta perder toda la fuerza. Pueden haber llegado a ese estado desde cualquier punto de la vida, desde una ruptura amorosa, una muerte que no superan, un fracaso laboral o una insatisfacción vital profunda. En todo caso, siempre va pareja una depresión que les pone plomo en las alas. Quieren ayuda tanto como la temen, porque los cambios alteran su pequeño mundo y siempre pueden traer algo destructivo.

El eje de su estado es una soledad enorme y una enorme distancia con el mundo, y ambas son causas una de la otra. Quizás el primer paso y el tratamiento a largo plazo sería una labor continua, indesmayable, de sicólogos, de educadores de calle, de personas con los conocimientos y la disposición para salvar a esas personas de su propio derrumbe interior antes de que la casa se les caiga encima.





martes, 5 de abril de 2016

Acoso escolar: Así aprenderás.

Una madre inglesa descubrió que su hijo de 12 años acosó y humilló a la niña nueva de la clase y le rompió sus zapatos nuevos.   La madre, para escarmentarlo, le quitó la paga para comprarle a la niña otro par de zapatos y un ramo de flores. Una gran reacción, si vino acompañada de conversaciones y de hacer sentir al niño empatía para con el dolor de la niña.

Pero luego la madre entró en una espiral de comportamientos agresivos contra él. Lo publicó en Facebook, escarneció al niño, se volvió viral, se enteró todo el mundo, hubo comentarios a favor y en contra. En ese momento la balanza ya empezaba a desequilibrarse. Como ella misma le decía a su hijo, los actos tienen consecuencias. Humillar a un niño en Internet es poner un dato que lo perseguirá toda la vida, porque nada desaparece. Y si es tu propio hijo, estás sembrando algo muy negro en su alma infantil. 

La noticia no da más datos, así que no se sabe cómo fueron las conversaciones madre-hijo, pero en todo caso, fueron conversaciones adulto-niño. Y en ese punto ya no parece una cuestión de educación, de inteligencia emocional, de impedir que florezca un acosador en casa. Parece una cuestión de poder, de aquí mando yo, de así aprenderás, de a mí no me avergüenza nadie, de yo sé educar a mi hijo, de que tomen nota las demás madres.

Ella es madre soltera, y ese es un papel nada fácil. Él tiene 12 años, una edad conflictiva porque empiezan a sentir una fuerza y un “aquí estoy yo” que realmente no es tan grande y que además, no dominan. Pero convertir esos tropiezos domésticos propios del crecimiento en una cuestión de escarnio público es sacar las cosas de quicio. La identidad de la niña se ha mantenido a salvo, y la compra de zapatos y flores se supone que pone fin al hecho, junto a la aceptación, por pura empatía, de los demás niños/as del colegio.

Pero el escarnio al que se ha sometido al niño durará en el tiempo, porque también lo han visto todos los demás niños que comparten varias horas al día las mismas aulas.  Es posible que el interior del niño crezca un sordo rencor hacia esa niña, causa primera de su situación actual. También es posible que crezca otro hacia su propia madre, que no ha tenido reparos en echarlo a la opinión pública como un gran delincuente.

En todo caso, la solución de todo conflicto pasa siempre por la conversación, las explicaciones, la educación, la empatía, la inteligencia emocional. El niño humilló a la niña desde una posición de poder, porque era veterano en el cole. La madre humilló al hijo desde una posición de poder, porque es la que manda en casa. La violencia contra la violencia, la agresión contra la agresión es un argumento que remacha la idea de que gana el más fuerte, no el mejor.

Quizás la Filosofía y la Inteligencia Emocional deberían figuran entre las asignaturas importantes del mundo escolar… y adulto. 


Fotos: Marga Alconchel

sábado, 2 de abril de 2016

He congelado a mi hijo porque no puedo pagar el entierro.

Del Reino Unido llega una noticia social: una madre afectada por la crisis económica congeló el cadáver de su hijo hasta reunir el dinero suficiente para poder enterrarlo. Más que una práctica macabra, es una solución desesperada para dar una salida digna a un problema que cuando sucede no admite esperas: enterrar a los muertos propios.

En diciembre, en Asturias, un hombre dejó en la cama el cadáver de su madre fallecida y abandonó la vivienda, porque no podía pagar el alquiler ni el entierro

 Las generaciones anteriores convivían con una mortandad alta tanto de ancianos como de niños. Florecieron empresas de seguros funerarios, que por una cuota mensual aseguraban un entierro con los complementos que contratara el beneficiario. 

Fue una época en la que era corriente ver cada mes a los cobradores (no existía el pago domiciliado), carpeta en mano, llamando a los timbres de una portería y anunciándose directamente como “el de los muertos”.

La famosa crisis (y la ruina) que algunos políticos ven superada, o presente o escondida, o amenazante, según el color de su partido o el momento electoral, es una realidad absoluta, aplastante y cotidiana para muchísima gente.

 Las personas que han tenido que ir suprimiendo uno a uno todos los costes de su mini-bienestar, también suprimieron éste. Y una vez que la muerte ha sucedido, el trámite ha de ser solucionado en menos de 48 horas. Un entierro o una cremación es un gasto que se mide en miles de euros, sin entrar en si es abusivo o si realmente es el coste del servicio.

Así que se buscan salidas: Desde el que sólo puede pagar una cremación y se lleva la urna para echarla al mar (pobre mar, último destino de demasiadas cosas), hasta los que no pueden nada y donan el cuerpo a la ciencia, que se encarga de recogerlo sin coste. 

Y en España se han disparado tanto las donaciones de cuerpos, que en algunas instituciones ya no admiten más porque no tiene dónde guardarlos

Existe la necesaria e impecable fosa común, pero es un destino demasiado anónimo para la mayoría de los casos. Demasiadas veces, ciudadanos con nombre y apellido, que han pagado impuestos durante toda su vida en todos y cada uno de sus actos, han llegado a los últimos momentos con un grado de pobreza que amenaza en convertirlos en NN, No Name, sin nombre, acrónimo de los cadáveres sin identidad. Demasiadas veces, las familias golpeadas por la muerte de uno de los suyos necesitan un lugar donde llorarlo, donde dejar pedazos de pena en medio de la vorágine del día a día.

Quizás, además de solucionar esta crisis en la que nos metieron los que vivieron muy por encima de lo que nos estaban robando, deberían también cuestionarse que, igual que con nuestros impuestos el Estado cubre correctamente nuestro nacimiento, nuestra entrada en el mundo, debería cubrir en el mismo grado la salida de él, puesto que ese último paso es inevitable.