martes, 22 de diciembre de 2015

Nuestro viejo presente

Varias décadas de historia se sustentan sobre unas piernas artríticas, calzadas con unas bambas de colores chillones (“me las ha regalado mi nieto, son cómodas”). Saca una lupa del bolsillo y escruta el listado de médicos que hay pegado en la pared del ambulatorio, porque no encuentra el despacho del suyo: “Antes estaba después del mostrador, pero ahora no sé dónde está”.


Se sienta pacientemente, con sus temblores, su boina (“mi nieto dice que me ponga gorro, que la boina es de viejos, pero los gorros son de críos”), sus papeles en la mano.


Son nuestro pasado, nuestras raíces, nuestra historia. Y también nuestro presente, porque ése lo conformamos todos, desde los bebés hasta estos retazos de historia viva.

Estamos en resaca electoral, pero no quieren hablar de política. Se confunden con los discursos y las estrategias, sólo quieren tranquilidad para ellos y progreso para los suyos. Nacieron cuando la guerra civil, una larga tragedia que les marcó de forma subliminal de por vida, y ahora cualquier rifirrafe entre políticos les incomoda mucho. No quieren este estado de cosas, pero cuando un partido habla de grandes cambios y revoluciones, a sus oídos vuelven las bombas y las granadas, y en su estómago la tenaza del hambre. Y el miedo.

No quieren esto, pero temen las consecuencias de lo otro. Y sacan su instinto de supervivencia: resistir, al precio que sea, sobrevivir. Callar, no molestar, caminar pegados a la pared, adaptarse a un subsidio limosnero y a unas facturas de luz megalómanas. Su única fuerza es su voto, un papelito dentro de un sobre, una gota en medio del temporal electoral. Y como desconfían, muchas veces no van a votar, porque “total, ¿para qué? si harán lo que les dé la gana”.

Entran a la consulta del médico que les habla de analíticas y de porcentajes y de colesterol y azúcar en sangre (“¿cómo puede haber azúcar en la sangre?”) y diuréticos y hacer ejercicio. Y ellos, trabajadores desde antes de ser críos, se preguntan si después de sesenta años trabajando aún han de hacer ejercicio.

Pasean por nuestro lado por las calles, nadie les hace caso, están más enfermos de soledad de que ácido úrico, les duele más no existir en el mundo que no entender dónde está Internet. Se sientan al sol para que se les calienten las rodillas, para ver lo hermosos que son esos críos con edad de nietos sonrosados, que tienen de todo y nunca han conocido más hambre que la de desear chocolate a todas horas.

Son nuestro pasado vivo y nuestro presente. La juventud cree que los únicos presentes son ellos, pero en el tiempo presente estamos todos, en el pasado estuvieron ellos y en el futuro nadie lo sabe. Se les debe un respeto y un afecto, y sólo consiguen indiferencia.

Oyen la vorágine de los pactos postelectorales, de las alianzas contra-natura, de las noticias del mundo. Oyen que nosedónde han masacrado a un pueblo entero porque no era de su misma religión. Y que en otro sitio venden niñas de cinco años, y en otro, los niños son soldados asesinos. Y nuestros ancianos, los nuestros, se van con el paso renqueante a comprar el pan y un litro de leche desnatada. Algunos, para comer en soledad. Otros, para compartir como puedan su escuálida pensión con su hijo y su nuera y los críos, todo el mundo en paro.

Y algún partido da zarpazos inmisericordes en la hucha de sus pensiones, como si el dinero que se acumuló después de décadas de trabajo obrero no tuviera mejor destino que tapar las vergüenzas de los especuladores y los intereses inconfesables. Y les dicen que en el fondo es por su bien. Ese bien debe estar muy en el fondo, porque no se ve.

Y ellos se duelen en silencio, porque su historia no está hecha de gritos y reivindicaciones, sino de resistencia, resistencia numantina desde aquella guerra, aquellas hambres, aquellos trabajos durísimos…. Esta crisis, esta pensión mísera, estos apuros para sobrevivir a la vejez. Este ver a los hijos a los que se pagó los mejores estudios posibles que ahora estén a salto de mata con mini-trabajos mal pagados, de cuatro días, y siempre con la opción (¿opción?) de irse al extranjero a conseguir lo que aquí les han robado: el presente.

Y los políticos en la tele siguen hablando del futuro.



martes, 1 de diciembre de 2015

Tenia 49 años

Tenía 49 años y vivía sola en un piso de un edificio pequeño, encima de unas oficinas, en una calle peatonal de Cádiz. Estuvo cinco años muerta sobre la colcha de su cama sin que nadie la echara de menos. Y se ha descubierto el caso porque unos obreros de un edificio cercano vieron el esqueleto a través de la ventana. (El País: http://politica.elpais.com/politica/2015/11/30/actualidad/1448899789_192239.html?id_externo_rsoc=FB_CM)


Pilar era enfermera y estaba de baja desde 2010 “por problemas sicológicos”. Viendo el desarrollo de la historia parece que debió ser una depresión profunda, y si así era, la causa es más que evidente: una soledad inmensa. Nadie la ha echado de menos, así que es deducible que no tenía ninguna amistad, nadie a quien le importara su silencio o su compañía. No tenía conocidos que se interesasen por su vida. Su familia se reducía a un pariente que no vivía cerca. Su cuerpo debió descomponerse durante meses con el correspondiente olor, que debió notarse en las oficinas y en la calle, y en los pisos colindantes. Nadie avisó a algún servicio municipal, pese a que el olor a carne descompuesta es inconfundible y muy intenso. A nadie le importaba.

Lamentablemente no es un caso único, hay un goteo de ancianos que viven solos y que un día son noticia porque un lejano pariente viene a quedarse el piso, o se les ha embargado por impago, o hay filtraciones en la finca y están buscando el origen. En todo caso, son vidas que han quedado arrambladas en los laterales del río del tiempo, historias vividas y tristemente mal acabadas.

Pero Pilar tenía 49 años. Era a duras penas una mujer madura, era enfermera, tenía trabajo, debía estar en contacto con mucha gente cada día, debía dedicarles atención sanitaria, conversación, debía comprar en el supermercado, saludar a los de la oficina, ir al banco alguna vez. Y de todos esos contactos no surgió una mínima amistad como para que alguien se preocupara por ella, se diera cuenta de que la correspondencia del banco se amontonaba en el buzón, de que de su casa salía un mal olor muy sospechoso.

Decía el filósofo John Donne que nadie es una isla. Sin embargo, la realidad suele ponerlo a prueba. Pilar no le importaba a nadie, y muy probablemente esa soledad en medio de tanta gente le pesaba sobre el pecho, con una sensación física, de falta de aire. Las personas que sufren soledad comentan ese peso y la dolorosa intriga con que observan la vida de los demás: ¿Por qué los demás tienen gente?¿Cómo puede ser que de toda la gente que hay en el mundo nadie les quiera conceder un poco de tiempo, una calidez, algo de amistad? ¿Qué es lo que a ellos les falta, qué es lo que les sobra?

La policía cumple su cometido y sigue el protocolo de estos casos: el cadáver no presentaba signos de violencia, no hay destrozos en la vivienda, la palabra la tiene ahora el forense para dictar la causa de la muerte. Mientras, la noticia deja de tener interés, el pariente lejano quizás se haga cargo del piso, los de la oficina comentarán el caso durante unos días y todo volverá a la rutina de siempre, a la maldita y dulce rutina que envuelve la vida de todos garantizando unos lazos que mantengan alejada la Soledad, con mayúsculas.


La cita completa de Donne fue utilizada en la novela Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway: «Nadie es una isla por completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de un continente, una parte de la Tierra. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; por eso la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la Humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas, porque están doblando por ti».