lunes, 24 de noviembre de 2008

La verdad se empeña en no morir

Recientemente el juez Garzón abrió grandes esperanzas incoando actuaciones por las desapariciones de republicanos en tiempos de Franco. Le dijeron que no quedaba ningún responsable vivo. Pidió el certificado de defunción del dictador cuando faltaba un mes para celebrar el 33 aniversario de ese óbito y todos creyeron que era una estupidez para mantenerse en la actualidad. Recibido el documento, cerró el expediente y pasó el caso a los juzgados ordinarios salpicados por toda la península donde se ubican los 140.000 enterrados en fosas comunes.

Garzón es cualquier cosa menos tonto o ignorante de los procesos judiciales. Siendo un asunto de tamaño nacional, le correspondía incoarlo y buscar al culpable. Y si ha fallecido, tenia que aportar el certificado legal para que el asunto pudiese pasar a los juzgados cercanos a las tumbas, donde se seguiera el proceso y las familias pudieran exhumar los restos y obtener certezas. Lo que ha hecho Garzón ha sido seguir escrupulosamente la ley para que esa úlcera oculta pudiera sanarse sin que la cerrara en falso un tecnicismo.

Una noticia llegada del otro lado del océano habla de las últimas declaraciones del presidente chileno Salvador Allende. Después de 35 años con una versión oficial sobre sus últimas palabras y los responsables de que se hubieran salvado, resulta que no fue así. El periodista Rubén Adrián Valenzuela, afincado en Barcelona, desvela que fue él y no otros quien recogió esa voz, que no fue una llamada sino tres, que habló personalmente con el presidente y que tiene la grabación y recuerda los comentarios de Allende en sus últimos momentos, antes del asalto definitivo al Palacio de la Moneda. Que el fallecido confiaba en el general Pinochet y no creía que estuviera detrás de los tanques que querían matarlo. La prueba de que Valenzuela fue testigo directo lo certifican las heridas de bala que recibió en el asalto.

Parece que la verdad se empeña en no morir. Hechos que sucedieron hace décadas, versiones oficiales, méritos que alguien se adjudica injustamente, silencios cómplices o piadosos que han ido poniendo una capa de sangre hecha cenizas sobre la historia. Y cualquier dia se alzan voces que dispersan ese polvo, argumentos que revuelven conciencias. Son testimonios que se niegan a vivir en el olvido, que es una forma de estar muerto. Y delante de ellos, oídos de gente que ni había nacido entonces y que escuchan desconcertados unos relatos que les suenan a rancio.

Unos afectados directos quieren saber qué pasó de verdad. Otros quieren que de verdad se deje en paz lo que pasó. Los dos apelan al tiempo transcurrido, unos porque ha sido de mentira injusta, otros porque remover huesos de muertos y perturbar protagonistas ancianos no mejora nada: los muertos, muertos van a seguir, lo que fue injusto, injusto sigue siendo. Los méritos que se apuntó alguien, convencido de que eran una especie de verdad sin dueño, tienen que ser desenmascarados. A cualquier lado el océano. Y poco más. Descubrir las mentiras sangrantes de un culpable y dejarlo en evidencia ante sus vecinos y su familia después de décadas de silencio plomizo ya es suficiente afrenta. Pretender enfrentarlos a su conciencia sería presuponer que tienen, y eso no siempre está claro.

Y todos estos clamores en medio de un presente que está por cualquier tema menos éste. Un presente de unas generaciones a las que todo eso le suena a prehistoria, unos hijos de culpables que quieren paz para sus ancianos, unos hijos de víctimas que quieren paz para sus recuerdos. Que prefieren gastar el tiempo y el dinero en presentes y futuros, no en pasados amargos y difusos.


A Lincoln se le atribuye una frase: "los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla". Quizás por ahí esté el tercer camino, la medicina de esta sociedad. Que no se olvide la propia historia, que quede recogida con letras de molde, que cada hecho tenga sus autores y sus víctimas y sus cifras. Que los culpables sean declarados culpables. Y poco más. Llenar las cárceles de ancianos es volver al estado de barbarie, pese a que los asesinos también llegan a viejos. Descubrirle a un hombre que no es quien cree ser, sino hijo de unos desaparecidos y fue regalado a sus segundos padres es una carnicería moral. Es desguazarle la vida sin alternativas, cuando además no es culpable de nada. Abrir causas penales, sacar listas de culpables a voz en grito, buscar condenas… No es ese el camino de la paz. Poner cada cosa en su sitio, sí. Y poco más.

No podemos acusar a un colectivo de destrozar vidas y a la vez ponernos a destrozar las suyas: nos igualaríamos a ellos. Tampoco podemos dejar impunes delitos y heridas que todavía sangran, porque tal como comentó Ian Gibson, “no se reabre una herida, porque nunca se cerró”. Hemos de tener el honor que ellos no tuvieron nunca, la nobleza que jamás encontró sitio en sus corazones de mala calidad. Limpiar la historia para que luzca verdadera, con todos sus matices y con todos los agujeros que ha creado el paso del tiempo. Darle a cada uno el mérito que fue suyo o la culpa que le corresponde. Hacer las paces con nuestro dolor y nuestras ausencias.

Y seguir caminando.

Texto y fotos: Marga Alconchel

domingo, 16 de noviembre de 2008

El desequilibrio imprescindible

Cuando se habla de países ricos y pobres se utiliza la argucia soterrada de que deberían ser todos iguales, de que los ricos lo son porque los pobres lo son. Cuando se habla de gente con estudios y gente analfabeta se usa la misma argucia: las oportunidades de unos lo son a costa de los otros. El desequilibrio entre países, entre culturas y entre clases sociales es un hecho innegable. Y que es brutal e injusto, también. Pero no lo inventaron ni el capitalismo y ni el comunismo, es tan viejo como el hombre.

Un río existe porque su nacimiento está más alto que su entorno. Un mar existe porque su cuenca está más baja que su entorno. Una montaña nace porque hay una presión desequilibrada entre placas tectónicas. Si todo estuviera equilibradísimo, si nada fuera más alto o más bajo o más denso o más ligero, todo sería una masa amorfa y muerta. Un grado de desequilibrio, de diferencia, es el secreto de la vida.

Las relaciones sociales y las comunidades humanas no están exentas de ese principio. Se desarrollan, se comunican, se pelean, se invaden y se encuentran desde que el hombre bajó del árbol. Y todo eso genera diferentes situaciones y diferentes velocidades, favorecidas por el entorno tanto humano como geofísico. Y con los siglos, las diferencias son tan llamativas como las sociedades tecnológicas y aparentemente ricas frente a las sociedades más rústicas y aparentemente más pobres.

Si no hubiera nada mejor de lo que ya se tiene, nadie movería un dedo por crecer. Si nadie se atreviera a desarrollar un invento alterando su entorno, no hubiera habido ni rueda en la historia del hombre. Y que alguien tenga ese atrevimiento no significa que le esté robando nada al vecino; implica que sigue su idea y asume un riesgo.

Naturalmente hay auténticos casos aberrantes creados por personas aberrantes que impiden, incluso por la fuerza, el desarrollo de comunidades enteras para beneficio de unos pocos. Y que el desequilibrio sea una fuente de vida no significa que haya de ser un escalón insalvable y asesino. El afán de mejorar ha hecho avanzar al ser humano y le ha dotado de una tecnología y una calidad de vida como no había tenido nunca. Que sistema y sus autores se hayan extralimitado y en una huida hacia adelante se esten precipitando solitos hacia el barranco no le quita valor a la idea, sólo la acota.

El capitalismo extremo es suicida, tal como ya anunciaban sus propios creadores. Se acelera en una huida hacia adelante que siembra el camino de cadáveres de perdedores y mendigos. Y ha demostrado ser dañino incluso para el planeta. El comunismo extremo era suicida tal como también anunciaban sus propios pioneros porque anulaba al individuo, montaba unos grupos mortecinos y artrósicos por falta de estímulo. Y ha dejado millones de muertos por hambrunas y millones de personas con el ánima hecha ceniza.

Y como siempre en la vida, la solución está en un mestizaje que tome lo mejor de cada propuesta y lo amase hasta dar con la solución más adecuada. Con el grado justo de mercado que dé estimulo para arriesgar, con el grado justo de protección social para que ningún ser humano quede desamparado, con el grado justo de beneficio al que ha arriesgado y ha trabajado duro. Y con todas las flexibilidades y las adaptaciones que sean necesarias.

La vergonzosa distancia entre ricos y pobres, entre desarrollo y atraso ha de reducirse, innegablemente. La tecnología ha de llegar a todos para mejorar su calidad de vida, sin discusión. Y todos han de respetar el planeta en el que vivimos. Hay voces que abogan por quitarles todo a los ricos para repartirlo entre toda la humanidad; sólo conseguirían que todos fuéramos igual de pobres y sin expectativa de más, algo que mataría al propio mundo. No tiene nombre que 1000 millones se personas del tercer (y cuarto) mundo mueran de hambre mientras se construyen palacios con la grifería de oro, pero tampoco serviría que todo el mundo viviera en un anodino dia a dia con el mismo menú. No es ese el objetivo ideal.

La primera potencia capitalista, la que parece más rica y es la más endeudada, la que ha propiciado esta catástrofe financiera junto con la Gran Banca, estira el cuello y asegura que su sistema es el mejor del mundo, que necesita algún parche y poco más. Las potencias emergentes dicen que ahora les toca a ellos marcar la pauta, pero no dicen cómo. Y los del tercer mundo dicen que si  
sólo les dieron migajas del menú, no tienen que pagar los platos rotos.

Habría que inventar un tercer sistema, pero no tenemos tiempo. Así que tendrán que hacer un sistema de tránsito que reúna lo menos malo de los dos y asumir que la etapa del primer mundo y el segundo y la guerra fría ya ha acabado. Se impone un nuevo modelo que tenga en mente lo mejor y lo peor de lo vivido hasta ahora, y que se atreva a los cambios rotundos que hacen falta. A asumir desequilibrios y su maravillosa oportunidad para crear nuevos ritmos.

Nos jugamos la vida.

Texto y fotos: Marga Alconchel