miércoles, 7 de abril de 2010

En el reino de los Castro

Había una vez una isla en la que reinaban dos hermanos ancianitos. Ellos tenían el corazón en la sierra, con las batallitas que ganaron medio siglo atrás, y seguían diciéndole a todo el mundo que preferían la muerte antes que nada. Llegaron a tener diez millones de súbditos, de los que la mitad había nacido después de las batallitas. Estos jóvenes no querían viejas ni nuevas guerras y tenían hambre de mundo. Pero los ancianitos estaban convencidos de que muchas naciones del mundo se habían confabulado contra ellos y prohibieron a la gente salir de la isla, no vaya a ser que no volvieran. 

Los ancianitos, sin corazón porque estaba en la sierra, no querían oír nada que hubiera sucedido en el mundo después de sus batallitas. Quizás fueron buenos en la guerra, pero eran pésimos en la paz. Algunos habitantes habían conseguido salir del reino jugándose la vida y con mil estratagemas. Mantenían cariño por los que se habían quedado y les enviaban divisas desde fuera, porque el mundo seguía evolucionando, hecho que no llegaba a la isla de los Castro. Y los hermanos aceptaban las divisas quedándose un 20% y maldecían las manos que les daban de comer a su gente.

Naturalmente los ancianitos tenían una corte, que con los años llegó a tener un millón de sirvientes, a los que llamaban “miembros del partido”. Los nueve millones de isleños restantes decían que estaban encantados, porque el que no lo dijese se jugaba veinte años de presidio por contestón.

Como todo reino, también tenía sus quejicas. Eran personas desagradecidas, que pretendían que la isla se incorporara al rodar del mundo, que dejara de ser una jaula para los de dentro y un paraíso sexual para los de fuera. Pretendían que los ancianitos vivieran una jubilación en condiciones y los demás pudieran hacer algo. Y como los cortesanos se les echaban encima a la que abrían la boca, se les ocurrió no comer. Era una de las escasísimas libertades que no les habían prohibido. No podían pensar, no podían hablar ni escribir, pero al menos sí podían dejar de comer.

Un tal Orlando murió después de 85 días. Los ancianitos, que llevaban cincuenta años promocionando que la muerte era preferible a cualquier cosa, despreciaron la de ese hombre ofendiéndolo frívolamente al tildarlo de delincuente. Otro, un tal Fariñas, creyó que ya era hora de seguir el ejemplo de la dignidad del fallecido y también se puso en huelga, destapando que había 26 prisioneros más en la misma situación. “Opinión Propia” es un delito nefando en la isla del azúcar y el tabaco.

Unos doscientos países y unos 500 millones de personas clamaron por la vida de estas personas, clamaron por cambios en la isla inmóvil, hasta su cantante-emblema llamado Silvio clamó por una evolución. Naturalmente, los ancianitos ni contestaron ni preguntaron a sus súbditos, porque todo el mundo sabe que los reyes a la antigua no preguntan, que para eso llevan corona. Algunos quejicas empezaron a escribir en Internet, invento diabólico que los miembros rápidamente fiscalizaron. Otros se atrevieron a hacer preguntas delicadas en público, pero los cortesanos contestaron con una retahíla de batallitas mohosas que duró varias horas de monólogo.

La grabación en vídeo de esas preguntas cruzó las fronteras. A los ancianitos ya se les acababa la paciencia y gritaron por enésima vez que había una confabulación de naciones contra su isla, y repitieron que preferían el exterminio antes que el cambio. Que se mueran 10 millones de isleños antes que cambiar nada. ¡Qué obsesión por la muerte!

Los prisioneros culpables de Opinión Propia tenían en las calles la presencia luminosa de Las Damas de Blanco, esposas y madres que pedían su liberación. Fueron insultadas y metidas a la fuerza en un autobús “por su seguridad”. La Vida se empeña en no querer desaparecer y apareció otro grupo en otro país también de damas y también blancas, también pidiendo libertad.

Los ancianitos estaban enfadadísimos. Se encerraron en su búnker y llamaron a sus aliados. Y como cualquier enemigo de mis enemigos es amigo mío, aparecieron por ahí bufones de otros reinos también enfadados con el mundo y entre todos quisieron montar una confabulación contra la otra confabulación…

Los súbditos miraban estos movimientos instalados en una vida precaria, faltos de todo, humillados y negados como inteligentes por aquellos ancianitos que dejaron su corazón en la sierra hace medio siglo. Y en el pecho de todos los súbditos empezó a latir un nuevo pensamiento: esto no puede seguir así.

Y todos estamos observando qué van a hacer.

Texto: Marga Alconchel