domingo, 5 de febrero de 2017

La Religión y la calle

Europa tenía civilización, progreso y relativa paz social mientras el poder lo tenía el imperio romano, con tantos dioses que era como no tener ninguno. Había ciudades con calles adoquinadas y sistema de alcantarillado, baños públicos con agua caliente, foro público para las cuestiones de la ciudad. En cuanto una religión monoteísta tomó las riendas de la historia, la vida cotidiana sufrió un retroceso de siglos, y se hundió en la Edad Media.

En las tierras orientales, las vidas de las gentes se regían por sus propias costumbres adaptadas a su geografía, sus climas y sus ciclos, y todo avanzaba a la velocidad de los Hombres. Se hacían grandes descubrimientos en astronomía y en matemáticas, se debatía sobre filosofía con gentes de todas las culturas. En cuanto una religión se adueñó del poder e impuso su tiempo no-terrenal, la vida de las gentes sufrió un retroceso y un desgarro insalvable con su entorno.

Los ejemplos se suceden a lo largo de este planeta tan castigado por sus propias criaturas. Mientras lo terrenal se rige por criterios terrenales, todo va avanzando con más o menos fortuna. A la que las cuestiones mundanas empiezan a regirse por parámetros no visibles, no tangibles, no de este mundo, todo se va desmoronando a una velocidad alarmante.

Los romanos tenían reguladas las relaciones entre hombres y mujeres, las cuestiones de salud pública, la urbanidad en sus ciudades, los embarazos y los partos. No es que fueran un modelo de santidad laica, pero abordaban las cuestiones de la gente desde un sentido práctico, humano, terrenal, y por tanto más fácil de entender y usar (también tenían machismo y esclavitud, que no son tema de este texto).

Cuando un grupo de gentes tomaron el poder en nombre de un solo dios, con el que sólo ellos podían comunicarse, que sólo ellos entendían y que sólo a ellos les transmitía los criterios con los que tenían que regirse todos, todo se fue a pique. Se estableció una jerarquía, unas relaciones de dominio, unas imposiciones y unas sanciones para el que no las cumpliera.

El tema de la injerencia de las religiones en la vida no religiosa es una de esas cuestiones que no se acaban de definir nunca. Los partidarios de esas religiones piden que su creencia esté presente en todo, puesto que quieren que todo cumpla esos criterios que alguien aseguró que un dios le había transmitido directamente en persona.

Los que no tienen religión a la que aferrarse piden a los que la tienen que su fe se quede en el ámbito de lo privado, y que la ciencia y la urbanidad marquen el día a día de todos, porque cada uno tiene su propia sensibilidad y todas son respetables. Así que lo público ha de ser exquisitamente a-teo, sin dios, escrupulosamente atento a las cuestiones públicas de las personas para que funcione en paz el día a día de la gente. Y las religiones en casa de cada uno.

Los que tienen una fe dicen que el ser humano no es un animal precisamente porque tiene fe, y que reducirla al ámbito privado es como avergonzarse de ella y abandonar lo público a la barbarie. Es un enfrentamiento muy antiguo, unas veces cruento y otras no, y que no tiene visos de acabarse pronto.

La religión, como cualquier organización colegiada, protege ferozmente a sus miembros. De vez en cuando afloran casos de pederastia (contra los más vulnerables, los niños), de robo (contra la base de su sistema: la confianza de los demás), de manipulación. De hombres que juraron celibato y se dedican a las orgías.

Pero lejos de depurarlos, las religiones los protegen o los esconden. El mensaje es claro: consideran más enemigo al que no es de su religión que al delincuente entre los suyos. Los fieles se desconciertan, los ateos se indignan, todos los ciudadanos pagan las consecuencias. Y las religiones siguen, impunes.

 Y por si no hubiera bastante con el conflicto ateo-religioso, tenemos la historia llena de conflictos religión-religión. Todas quieren ser la única, todas consideran que son la verdadera y todas quieren tener el monopolio del espacio público. Y si de paso pueden extirpar a las demás, mejor.    

Sin entrar en los valores de ninguna de ellas, una de las cosas que más las iguala es la violencia ejercida contra las personas más cercanas, los pobres, los desamparados, los desbordados por los problemas, que viven el día a día buscando soluciones donde sea. Todas las religiones dicen que son acogedoras, pero todas ejercen violencia (o indiferencia) contra esas gentes. Muchas veces porque no son evidentemente creyentes: no van a reuniones o a manifestaciones en las calles.  Cuando la tensión sobrepasa un punto  soportable, sólo queda marchar. Y eso obliga a grandes desplazamientos, a migraciones de miles de personas para salvar la vida.

Después, lo que tantas veces se ve en los noticiarios: penurias por el camino y problemas de acogimiento cuando no un rechazo directo por parte de la tierra de destino. Es terriblemente injusto, pero también es una reacción con una lógica visceral: los refugiados no van a ir a los barrios caros ni van a competir por los trabajos de grandes ejecutivos. Los refugiados son un peso y un riesgo para los más pobres de cada sociedad. Que también son los más solidarios porque conocen la miseria. Y ya está la bomba montada.

El ser humano siempre ha buscado respuestas a las grandes preguntas. Y ha elaborado religiones para moverse en esa inmensidad desconocida. Es un deseo muy humano, como humano es tener una convivencia en paz. Por eso las religiones han de estar escrupulosamente separadas de la gestión pública. No deben estar mantenidas con dinero público, porque eso obliga a los que no tienen esa fe a financiarla. No deben formar parte de los estudios a ningún nivel, porque no se puede examinar la fe o la creencia de nadie, ni se debe obligar a nadie a memorizar unos textos en los que no cree.


Todas las religiones en su conjunto necesitan un fuerte saneamiento después de siglos de impunidad y de no adaptarse al presente. Y eso no quita que sean respetables en esencia, y que sus fieles tengan su espacio privado para sus reuniones y ritos. Pero deben mantenerse escrupulosamente fuera de la calle de todos.