martes, 22 de diciembre de 2015

Nuestro viejo presente

Varias décadas de historia se sustentan sobre unas piernas artríticas, calzadas con unas bambas de colores chillones (“me las ha regalado mi nieto, son cómodas”). Saca una lupa del bolsillo y escruta el listado de médicos que hay pegado en la pared del ambulatorio, porque no encuentra el despacho del suyo: “Antes estaba después del mostrador, pero ahora no sé dónde está”.


Se sienta pacientemente, con sus temblores, su boina (“mi nieto dice que me ponga gorro, que la boina es de viejos, pero los gorros son de críos”), sus papeles en la mano.


Son nuestro pasado, nuestras raíces, nuestra historia. Y también nuestro presente, porque ése lo conformamos todos, desde los bebés hasta estos retazos de historia viva.

Estamos en resaca electoral, pero no quieren hablar de política. Se confunden con los discursos y las estrategias, sólo quieren tranquilidad para ellos y progreso para los suyos. Nacieron cuando la guerra civil, una larga tragedia que les marcó de forma subliminal de por vida, y ahora cualquier rifirrafe entre políticos les incomoda mucho. No quieren este estado de cosas, pero cuando un partido habla de grandes cambios y revoluciones, a sus oídos vuelven las bombas y las granadas, y en su estómago la tenaza del hambre. Y el miedo.

No quieren esto, pero temen las consecuencias de lo otro. Y sacan su instinto de supervivencia: resistir, al precio que sea, sobrevivir. Callar, no molestar, caminar pegados a la pared, adaptarse a un subsidio limosnero y a unas facturas de luz megalómanas. Su única fuerza es su voto, un papelito dentro de un sobre, una gota en medio del temporal electoral. Y como desconfían, muchas veces no van a votar, porque “total, ¿para qué? si harán lo que les dé la gana”.

Entran a la consulta del médico que les habla de analíticas y de porcentajes y de colesterol y azúcar en sangre (“¿cómo puede haber azúcar en la sangre?”) y diuréticos y hacer ejercicio. Y ellos, trabajadores desde antes de ser críos, se preguntan si después de sesenta años trabajando aún han de hacer ejercicio.

Pasean por nuestro lado por las calles, nadie les hace caso, están más enfermos de soledad de que ácido úrico, les duele más no existir en el mundo que no entender dónde está Internet. Se sientan al sol para que se les calienten las rodillas, para ver lo hermosos que son esos críos con edad de nietos sonrosados, que tienen de todo y nunca han conocido más hambre que la de desear chocolate a todas horas.

Son nuestro pasado vivo y nuestro presente. La juventud cree que los únicos presentes son ellos, pero en el tiempo presente estamos todos, en el pasado estuvieron ellos y en el futuro nadie lo sabe. Se les debe un respeto y un afecto, y sólo consiguen indiferencia.

Oyen la vorágine de los pactos postelectorales, de las alianzas contra-natura, de las noticias del mundo. Oyen que nosedónde han masacrado a un pueblo entero porque no era de su misma religión. Y que en otro sitio venden niñas de cinco años, y en otro, los niños son soldados asesinos. Y nuestros ancianos, los nuestros, se van con el paso renqueante a comprar el pan y un litro de leche desnatada. Algunos, para comer en soledad. Otros, para compartir como puedan su escuálida pensión con su hijo y su nuera y los críos, todo el mundo en paro.

Y algún partido da zarpazos inmisericordes en la hucha de sus pensiones, como si el dinero que se acumuló después de décadas de trabajo obrero no tuviera mejor destino que tapar las vergüenzas de los especuladores y los intereses inconfesables. Y les dicen que en el fondo es por su bien. Ese bien debe estar muy en el fondo, porque no se ve.

Y ellos se duelen en silencio, porque su historia no está hecha de gritos y reivindicaciones, sino de resistencia, resistencia numantina desde aquella guerra, aquellas hambres, aquellos trabajos durísimos…. Esta crisis, esta pensión mísera, estos apuros para sobrevivir a la vejez. Este ver a los hijos a los que se pagó los mejores estudios posibles que ahora estén a salto de mata con mini-trabajos mal pagados, de cuatro días, y siempre con la opción (¿opción?) de irse al extranjero a conseguir lo que aquí les han robado: el presente.

Y los políticos en la tele siguen hablando del futuro.



martes, 1 de diciembre de 2015

Tenia 49 años

Tenía 49 años y vivía sola en un piso de un edificio pequeño, encima de unas oficinas, en una calle peatonal de Cádiz. Estuvo cinco años muerta sobre la colcha de su cama sin que nadie la echara de menos. Y se ha descubierto el caso porque unos obreros de un edificio cercano vieron el esqueleto a través de la ventana. (El País: http://politica.elpais.com/politica/2015/11/30/actualidad/1448899789_192239.html?id_externo_rsoc=FB_CM)


Pilar era enfermera y estaba de baja desde 2010 “por problemas sicológicos”. Viendo el desarrollo de la historia parece que debió ser una depresión profunda, y si así era, la causa es más que evidente: una soledad inmensa. Nadie la ha echado de menos, así que es deducible que no tenía ninguna amistad, nadie a quien le importara su silencio o su compañía. No tenía conocidos que se interesasen por su vida. Su familia se reducía a un pariente que no vivía cerca. Su cuerpo debió descomponerse durante meses con el correspondiente olor, que debió notarse en las oficinas y en la calle, y en los pisos colindantes. Nadie avisó a algún servicio municipal, pese a que el olor a carne descompuesta es inconfundible y muy intenso. A nadie le importaba.

Lamentablemente no es un caso único, hay un goteo de ancianos que viven solos y que un día son noticia porque un lejano pariente viene a quedarse el piso, o se les ha embargado por impago, o hay filtraciones en la finca y están buscando el origen. En todo caso, son vidas que han quedado arrambladas en los laterales del río del tiempo, historias vividas y tristemente mal acabadas.

Pero Pilar tenía 49 años. Era a duras penas una mujer madura, era enfermera, tenía trabajo, debía estar en contacto con mucha gente cada día, debía dedicarles atención sanitaria, conversación, debía comprar en el supermercado, saludar a los de la oficina, ir al banco alguna vez. Y de todos esos contactos no surgió una mínima amistad como para que alguien se preocupara por ella, se diera cuenta de que la correspondencia del banco se amontonaba en el buzón, de que de su casa salía un mal olor muy sospechoso.

Decía el filósofo John Donne que nadie es una isla. Sin embargo, la realidad suele ponerlo a prueba. Pilar no le importaba a nadie, y muy probablemente esa soledad en medio de tanta gente le pesaba sobre el pecho, con una sensación física, de falta de aire. Las personas que sufren soledad comentan ese peso y la dolorosa intriga con que observan la vida de los demás: ¿Por qué los demás tienen gente?¿Cómo puede ser que de toda la gente que hay en el mundo nadie les quiera conceder un poco de tiempo, una calidez, algo de amistad? ¿Qué es lo que a ellos les falta, qué es lo que les sobra?

La policía cumple su cometido y sigue el protocolo de estos casos: el cadáver no presentaba signos de violencia, no hay destrozos en la vivienda, la palabra la tiene ahora el forense para dictar la causa de la muerte. Mientras, la noticia deja de tener interés, el pariente lejano quizás se haga cargo del piso, los de la oficina comentarán el caso durante unos días y todo volverá a la rutina de siempre, a la maldita y dulce rutina que envuelve la vida de todos garantizando unos lazos que mantengan alejada la Soledad, con mayúsculas.


La cita completa de Donne fue utilizada en la novela Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway: «Nadie es una isla por completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de un continente, una parte de la Tierra. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; por eso la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la Humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas, porque están doblando por ti».

lunes, 9 de noviembre de 2015

Un millón de euros hechos confeti

Una noticia de tinte casi cómico ha ocupado unos cuantos titulares recientemente: una anciana armada de tijeras ha hecho tiritas con 950.000 euros en efectivo. En billetes de 100 y 500, para ser exactos. (http://www.huffingtonpost.es/2015/11/06/mujer-destruye-dinero_n_8491222.html?utm_hp_ref=spain)


La buena mujer destruyó meticulosamente su cartilla de ahorros y todos los billetes. Tranquilamente sentada en la habitación de una residencia en la ciudad austríaca de Wiener Neustad, a 45 km. de Viena, donde la había ingresado la familia cinco dias antes.

Al margen de esa acción de destruir una ingente cantidad de billetes, que es un sueño puntual para mucha gente, hay algunos detalles a tener en cuenta. Por la información que ha trascendido, lo destruyó todo para que sus herederos no pudiesen cobrar.

Tenía 85 años, dinero y herederos. Pero la ingresaron en una residencia. La mayor pena que comentan muchos ancianos en esa situación es sentirse abandonados. Olvidados, solos. Volverse prescindibles para aquellos que se beneficiarán de todo lo que ellos dejen.

Se puede imaginar a la anciana dirigirse a su banco con un gran bolso de mano y pedir el saldo de su cuenta en efectivo, y cargar esa cantidad de papel (probablemente unos 3.000 billetes) hasta su nueva residencia, esa que será la última. Imaginarla sentada con las tijeras en la mano y verla pacientemente hacer tiritas con todos los billetes, con las cartillas, con los recuerdos, con las caras de los herederos, con los sentimientos, con la soledad. Cinco días le llevó hacer trizas toda su vida. Después falleció. Ya no tenía nada más que hacer.
 
La primera reacción general ha sido la fácil: estaba loca. La segunda, la de los herederos, la previsible: “¿Se puede recuperar ese dinero?” El Banco Nacional Austríaco dice que si los datos son ciertos, pueden restituir el dinero. Normalmente sólo restituyen los billetes deteriorados por el uso que no superen el 50% del billete, pero en este caso harán una excepción. Porque si no, podrían estar castigando a la gente equivocada, ya que no saben si la anciana se volvió loca.  El director del banco, Friedrich Hammerschmied, aseguró que probablemente ella no sabía lo que hacía y que cada año tienen entre tres y cinco casos así.

El comentario de la policía también ha sido el esperado: el fiscal Erich Habitzl asegura que no se abrirá investigación ya que los hechos no suponen infracción penal: no hay delito, nadie se queja, no hay caso.

Y en el trasfondo, una anciana que quiso castigar a aquellos que le negaban lo que todo ser humano busca: compañía, calidez, todo lo que ponga distancia entre uno mismo y ese frío al que llaman soledad. Una anciana que sabía que su tiempo iba contrarreloj, que a la tumba no se llevaría nada y que aquellos que se lo quedarían todo le negaban lo único que a estas alturas quería: compañía.

Las estadísticas indican que hay un alto porcentaje de ancianos que caen en grandes depresiones cuando entran en una residencia. No es demencia, no es un problema de la calidad de las instalaciones o de la bondad de las personas que trabajan allí. Es la sensación de estar de más, de que no caben en la vida de aquellos a los que les dieron la vida. De que “residencia” sea una manera elegante de decir “almacén de viejos”.

Naturalmente hay toda una casuística detrás, no todos los que viven en una residencia están olvidados por su gente. Hay gente mayor que está a gusto porque están bien atendidos, rodeados de gente de su misma generación y porque antes estaban siempre solos, con toda la familia trabajando y obligada por compromisos. También hay quienes quieren estar ahí porque tienen el médico muy a mano y el  día a día en perfecto estado.

Y también hay brotes de ilusión y de primavera nacida en esos pasillos, de parejas que se han formado construyendo minuciosamente un amor a medida.

Dicen que desde que salió la noticia del millón hecho confeti, hay movimiento en algunas residencias, que algunos residentes hablan en corrillos y están haciendo acopio de tijeras y consultando sus saldos, mientras muchos familiares empiezan a incorporar las visitas al abuelo como parte de la agenda de los fines de semana….


jueves, 22 de octubre de 2015

Las voces de la radio

La radio tiene voces que son magia: imágenes sonoras que nos llegan a través de algo tan aparentemente modesto como un auricular. Hubo quien aseguraba que la tele mataría la radio a golpe de imágenes, pero ella (la radio) no se deja eliminar tan fácilmente. Ha encontrado un nuevo espacio. La radio tiene segunda residencia en la red, en esas cápsulas podcast donde vive por tiempos y nos permite oírla y volverla a oír, a la hora que nos convenga, hagamos lo que hagamos, sin tener que mirarla.  
Porque no hay nada más fiel que esa voz, esa presencia que nos acompaña pero no nos ve, así que no sabe que andamos con la boca llena de pasta de dientes, con los pelos en guerra de recién levantados o buscando las malditas gafas.

Hay voces en la radio graves, moduladas, envolventes. De esas que llenan el coche y parecen tener peso específico, nos desgranan información, opiniones, nos dan el parte del tráfico, nos dicen el tiempo para el fin de semana o nos plantean sin previo aviso la cuestión existencial que nos llenará el pensamiento mientras las manos llevan el volante.

Hay voces risueñas, frescas, que parecen un amigo siempre a punto de contar un buen chiste o de acompañarte al dentista para darte ánimo. Que te cuentan el estado del mundo mientras pelas cebollas y te hacen llorar. De esas que oyes en la mesa del despacho y no quieres levantarte por si se callan. Hay voces que estando en la montaña te llevan a mares lejanos, estando en la playa te suben a las altas cumbres, que te hacen volar entre vocales y consonantes.

Por eso ver a la gente que hay detrás de los micrófonos tiene un algo de asombro, como si se desvelara el secreto de un prestidigitador. Porque las personas que hay detrás de los micros cuidan esas voces como un instrumento de orquesta, y le saben sacar en cada momento su tono exacto. El tono intimista, el inquisitivo, el respetuoso, el estereofónicamente silencioso. Y eso implica cuerdas vocales, respiración, entonación… y sed, mucha sed.


Las escuelas clásicas de radio enseñaban a respirar, a mantener la postura que facilite el paso del aire por las cuerdas vocales, a pronunciar cada letra por sí misma, porque consideraban que el oyente quiere oír, no interpretar ruidos. A componer las frases con la cantidad de palabras que se puedan pronunciar antes de ahogarse, a aprender a levantar el ritmo o a decrecerlo según vaya a ser principio de charla o final. Incluso enseñaban a escribir guiones en los que se marcaba con signos el tono que debía tener cada pausa.

Después se buscó una mayor “normalidad”, un hablar que fuera como el del vecino o la dependienta de la tienda, sin más trabajo. Tan buena es una opción como la otra, corresponden a momentos sociales distintos. La radio siguió su andadura, y de entre todas las voces siguieron destacando, como solistas de orquesta, las voces especiales que llenan el espacio.
Y la radio siguió siendo la compañía discreta en las habitaciones de hospital, en el bolsillo de los invidentes, en el de los vigilantes o la gente que está de guardia.

Y sus voces han seguido siendo la compañía de la intimidad, del momento en que sin pedir permiso lanzan al aire la frase que te detiene el gesto, que te obliga a mirar el aparato con cara de impacto, porque acaban de poner en sonido tu propio pensamiento. Voces arropadas en sus silencios, esos abrigos del pensamiento, espacios donde la idea crece porque nada la entorpece, donde cada oyente la modela a su criterio. Porque la boca no es para hablar, sino para callar, según asegura el escritor Manuel Rivas

martes, 6 de octubre de 2015

Pagar hoy la esclavitud de ayer

David Cameron ha estado recientemente de visita por Jamaica, uno de los países caribeños con un pasado esclavo. Y ha destacado las inversiones millonarias de su país en el desarrollo de infraestructuras en la isla. Pero lo que flotaba en el aire era si trataría del pago de compensaciones por ese pasado. (Cameron en Jamaica).

Los países americanos de ascendencia africana periódicamente reclaman indemnizaciones  por los millones de esclavos con los que se formó su país. Los países de origen, también. Los países antiguos esclavistas reconocen ese pasado y se disculpan (más o menos) pero no quieren hablar de pagos. La columnista Julia Hartley, del Telegraph, pregunta: “A mí me molesta bastante lo que hicieron los romanos a mis antepasados británicos, por no mencionar las atrocidades de los vikingos. Entonces, ¿voy a reclamarle a los italianos y los daneses por ello? ¿Hasta cuándo: 200 años, 500 años, 1.000 años después? ¿O podemos pedir compensaciones por todo lo que ha ocurrido desde el Big Bang?”

No es una cuestión retórica. Por un lado, queda por dilucidar si todos los negros de hoy en esos países son realmente hijos de esclavos. La esclavitud era un comercio legal en aquellos momentos. Pero no todos los ciudadanos blancos de los países esclavizantes tenían esclavos. Y muchos negros nacieron directamente libres.

Y si se pide compensación “de país a país”, un estado estaría asumiendo las responsabilidades de sus ciudadanos más ricos, mientras a los demás se les pediría que pagasen por algo que no sólo no es culpa suya, sino que sucedió antes de que nacieran.

Todos los países del mundo han robado y han sido robados, han invadido y han sido invadidos, han matado y han sido muertos. La esclavitud es una práctica tan vieja como el ser humano, ya la practicaban los cavernícolas cuando descubrieron que uno fuerte puede obligar a otro a trabajar para los dos.

La esclavitud es una carnicería imperdonable y vergonzante para todo el género humano, que ha existido prácticamente en todos los rincones del planeta a lo largo de  milenios. Y todas las sociedades han ido evolucionando y trampeando como han podido con su presente, con su pasado, con sus glorias y con sus miserias. De la esclavitud africana (y europea, y china) que llenó las tierras de América han pasado siglos. ¿Qué han hecho en ese tiempo esos países, esas gentes en esas situaciones?

Hilary Beckles, director de la comisión de Reparaciones de la Comunidad del Caribe, ha dicho: "No pedimos limosnas o cualquier otra forma de sumisión indecente. Simplemente pedimos que se asuma la responsabilidad y se den pasos para contribuir en un programa conjunto de rehabilitación y renovación".

Esa dignísima declaración tiene otra cara: adjudicar muy hacia atrás la ruinosa situación del presente. Pedir que otros países solucionen los problemas de éstos, pagando con dinero de hoy las deudas de ayer.

Hacen orfebrería matemática para calcular cuántos jornales se hicieron y trasladarlos al precio de hoy. Pero la cantidad exacta de esclavos no se sabe, y los salarios hubieran sido muy dispares, porque no tenían la misma calificación los esclavos del campo que los urbanos. Si se quisieran aplicar criterios actuales, habría que descontar alimentación y vivienda de esos esclavos, llegando a una aberración inclasificable.

Puestos a ser justísimos, muchas personas de esos países esclavizantes, tienen en sus pasados mucha gente que vivió como los esclavos, aunque no fueran de color oscuro. Y tendrían que pagar? Los lugares a los que se llevó esa mano de obra tenían indígenas, que sufrieron doble invasión y casi extinción por enfermedades importadas y condiciones de vida inhumanas ¿Deberían los descendientes de esclavos pagar indemnizaciones a los descendientes de nativos porque formaron parte de sus tragedias? Otra aberración.

La esclavitud es una práctica histórica del ser humano, miserable e inhumana. Pero los mercaderes europeos arribaron a las costas africanas para comprar esclavos en los mercados que ya existían, controlados por tribus africanas para vender gente de otras tribus. No fue un invento europeo. Ni lo pagarían ahora los herederos de los unos ni lo cobrarían los descendientes de los otros.

La palabra “esclavo” deriva de eslavo, que fueron los primeros pueblos esclavizados en masa por el imperio romano. La esclavitud temporal para saldar deudas fue común en Europa durante siglos. La movilización de mano de obra esclava para grandes obras ha sido una práctica habitual en todo el mundo, incluidas Rusia, India y China. Millones de chinos también fueron llevados a América y ellos están demasiado ocupados levantando su propio país como para andar con reclamaciones.

El tema de la esclavitud es un atolladero político cíclico, que sirve a muchas naciones para justificar su ruina económica, para reclamar permanentemente más dinero y para acallar las bocas de los que preguntan por  todo el dinero que ya se les ha enviado. Y ahí juega la carta de corrupciones, desconocimientos e intereses inconfesables. Y deudas.

Muchos de esos países están endeudados con entidades financieras internacionales que se llevan la mayor parte de su producción. Muchos tienen sus materias primas en manos de multinacionales que no tienen más patria que el beneficio económico. Esa es su esclavitud actual, esa es la causa de su ruina actual, esa es la clave para que levanten cabeza.

Que afronten su presente y que tomen el poder de sus propios recursos y de la formación de su gente, que gestionen su presente, como han hecho todos los países, asumiendo su propia historia, con sus luces y sus miserias.

Hay varios libros que tratan el tema de la esclavitud con seriedad histórica, y que merecen, pese a lo durísimo del tema, una lectura detenida. Historia de la Esclavitud (de José Antonio Saco), y el gran volumen La Trata de Esclavos, Historia del tráfico de seres humanos, de Hugh Tomas.


No se trata de olvidar la esclavitud, o de tratarla como un tema menor, o dejar de vigilar para que no vuelva a suceder. Se trata de asumir la historia de la Humanidad como lo que es: memoria y aprendizaje del pasado.


Porque el trabajo que tenemos todos por delante es construir el futuro.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Vivir como un patricio en Barcino

Europa entera está repleta de restos del pasado imperio romano. En la cuenca mediterránea basta rascar un poco la tierra para que aparezcan mosaicos, ciudades, estatuas… Barcelona, la vieja Barcino, es una urbe de millones de almas extendida a lo largo de 2.000 años de historia. Y de vez en cuando, las viejas piedras, a pesar del tiempo, recuperan la dignidad, y en alguna exposición vuelven a parecer lo que fueron: el suelo de una casa, la jarra en la que bebía la familia, el plato de poner la fruta… o una escena mitológica construida con cientos de minúsculas teselas.

En el casco viejo de la ciudad, ese entramado de pequeñas calles que estuvieron cercadas por murallas, hay una calle llamada Avinyó, y en su subsuelo, los restos de la casa de un romano del siglo I, un domus. La exposición, abierta todo el año, recibe a la gente con la reproducción de un soldado y de un campesino a medio salir de la propia pared, porque forman parte de los muros de esta ciudad. 

Y un pequeño cartel anuncia: “Mura. Representación, símbolo y defensa. Desde su fundación como colonia, Barcino quedó rodeada por una muralla, sobre la cual nos encontramos ahora. El primer recinto, construido con técnica militar, pero con una función representativa y simbólica, delimitaba el perímetro sagrado de la ciudad (pomerium). En la segunda mitad del siglo III dC se reforzó la muralla con 76 torres y un cuerpo cuadrangular en la facha marítima que ha recibido el nombre de Castellum y que le daba el aspecto de una plaza fuerte fortificada”.

Al pasar a las penumbras interiores la sensación es de entrar sin permiso en la casa del vecino, y casi parece que huele a pan recién hecho (había un horno) y que un romano saldrá de detrás de ese panel a preguntarte si quieres tomar una copa de vino. La casa estaba al lado de la muralla y probablemente ocupaba una de sus ínsulas, esos cuadrados que fueron el origen de las manzanas del Ensanche barcelonés.

Las cerámicas, los espacios para recibir a las visitas, el lugar del triclinium… todo habla de una organización doméstica, de una organización de la vida y de las cosas que fue uno de los éxitos de la expansión del imperio: un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio.

Naturalmente, no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo. Esa organización tenía una inmensa masa de mano esclava que realizaba las tareas más duras. Y un ejército que cuando no luchaba ni entrenaba construía puentes y carreteras: la Via Augusta media 1.500 km. Tenía una red comercial que puso en contacto entre sí a todo el mundo conocido hasta entonces. Un sistema de comunicaciones que permitía organizarlo todo en tiempo récord (para la época). Hizo del Mediterráneo el mare nostrum.

Pero sobretodo, lo que más atrae la atención en el domus es el espacio destinado exactamente a lo público, a atender visitas y comerciantes, a celebrar banquetes porque era su forma de relacionarse antes del periódico, el teléfono, o las redes sociales. Era la sociabilidad, el intercambio cultural y de opiniones, la curiosidad por todo, fuera propio o ajeno.

En sus orígenes, los romanos comían una sola vez al día, al atardecer. Trabajaban desde bien temprano, hacían un pequeño tentempié al mediodía y seguían trabajando hasta que caía el sol. Era el momento de la familia, los amigos, los tratos, y alrededor de la comida y la bebida, las conversaciones, las noticias, los planes. El tiempo los fue convirtiendo de república en imperio y las cosas cambiaron.

Los restos de la casa muestran un cuidado en el detalle, una decoración elegante, unos suelos de mármol y unas escenas en las paredes reconstruidas a base de paciencia y cientos de teselas de colores. Y dan una clave de los gustos culturales del propietario, al que le atraían los recitales literarios.


Toda la exposición rezuma la tranquilidad de una vida cómoda, sin lujos excesivos pero también sin necesidades, esa bendita clase media que es la que sostiene todas las estructuras estatales del mundo. En las florituras del techo parecen haberse enganchado algunas notas de flauta, las voces de los lectores están en las imágenes de las paredes, y en los cuadros blancos y negros del suelo se notan las migas de ese pan que se cocía en un horno más antiguo que los propios muros de la casa.

Esa sensación de bien vivir, de sentirse parte del mundo, de disfrutar de los árboles, de los cielos, de las cosechas, de las conversaciones, de las gentes y sus culturas. Sí, también esa sensación de que el trabajo pesado lo hacen otros, en las guerras mueren otros, las decisiones duras las toman otros. La certeza de formar parte del mundo, de girar con él, de estar en el magnífico nacimiento de la primera flor de primavera y en la dolorosa muerte de alguien. 

Porque la Vida no pide permiso ni la Tierra afloja la velocidad. Todo sigue viviendo, todo sigue girando. Y en un domus que quedó enterrado hace dos mil años, las teselas siguen formando una imagen, los techos siguen teniendo flores pintadas, las voces dejaron sus ecos en las paredes y en el horno se van apagando las cenizas...Barcino, siglo I

El futuro no es un regalo. Es una conquista.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La Barcelona de los 70 en dos fotógrafos

Antoni Capella - Leopoldo Pomés


Recientemente han coincidido en Barcelona dos exposiciones que mostraban la Barcelona de los años 70, los años del desarrollismo que andaba tranquilamente al lado de la miseria. Una de Antoni Capella, fotógrafo profesional que ejerció para Radio Barcelona, abierta hasta el próximo 3 de octubre. (http://arxiufotografic.bcn.cat/es/exposicion/exposicion-antoni-capella-fotograf-de-societat1955-1980) La otra, ya clausurada, era un homenaje a Leopoldo Pomés, fotógrafo y publicista de campañas míticas.( https://www.lapedrera.com/es/leer-mas/exposicion-leopoldo-pomes)

La de Capella en el Arxiu Fotográfic de la ciudad, que tiene en depósito los 260.000 negativos metódicamente ordenados que les ha entregado su viuda. La otra en la gaudiniana Pedrera. Los dos retrataron las gentes, las modas, los modos y la elitista Terraza Martini. Pero sus ojos no eran iguales.

Antoni Capella Contra (1934-2005) empezó fotografiando las cosas de su alrededor, las bodas, las gentes, lo cotidiano. Realizó un catálogo de peluquería porque su mujer era peluquera. Fotografió la gran inundación de 1962 que arruinó la comarca del Vallés. Regaló una copia de las fotos a  Joaquín Soler Serrano, que lideraba una campaña en Ràdio Barcelona para ayudarles. Ahí empezó una colaboración que duró décadas.

Capella retrató con sus Leica locutores ante el micrófono, grandes voces y grandes personalidades que dejaron huella y condujeron el ánimo del país durante años, y que como tantas cosas, han acabado residiendo en el olvido, ese enorme cielo. Retrató muchas noches en la Terraza Martini, esa coctelería de la Barcelona benestant (bien-estante), de copas, charlas y vida nocturna  en un país que se acostaba temprano porque la tele (la única tele) finalizaba la emisión con la foto fija de un paisaje, música lenta, la frase “…el alma se serena…” y fundía en nieve.

La Terraza Martini, instalada en el 62 del Paseo de Gracia, fue escenario de estrenos de película, obras de teatro y hasta entregas del Premio Planeta. Funcionó entre 1961 y 1980, sólo abría a la hora del aperitivo y por la tarde hasta la cena. Se entraba por invitación y era obligatoria la corbata… excepto para John Wayne. Cosas que pasan. 
 
En la exposición de Capella hay muchas imágenes de grupos musicales de vida efímera, muchísimos baterías, cantantes con más voluntad que mérito, y algunas caras de gentes que sí lo consiguieron. Capella era un fotógrafo documentalista, tenía un gran dominio del flash, y sus fotos quieren reproducir su entorno, ser un testimonio honesto. Sus imágenes casi nunca se publicaban, porque  se vendían a los fotografiados.

Probablemente en la Terraza Martini coincidió alguna vez con Leopoldo Pomés Campello (1931), fotógrafo consagrado, artista del ángulo y de la imagen publicitaria, integrante de Dau al Set y de la Gauche Divine. 

Pomés es un hombre de la burguesía de su época, de aquellas gentes que veían las vidas difíciles de su entorno y querían cambiarlas, pero sin perder la sonrisa, con buen humor, con divertimento. Con la amable solidaridad del que sabe que sus cosas siempre irán bien.

La retrospectiva de La Pedrera llevaba el nombre de Flashback (el restaurante especializado en tortillas creado por Pomés) y recorría su trayectoria como fotógrafo, impecable artista de la cámara, creador de imágenes icónicas en todas sus facetas, tanto de publicista como de retratista o simple enamorado de la fotografía, esa cienciarte que atrapa la vida en retazos de papel.

Sus ideas rompedoras, sus campañas publicistas, sus amigos, sus reuniones, sus actividades, sus negocios… todo un universo que fue también toda una época en sí mismo, la Gauche Divine… todos esos elegantemente antisistema, discretamente anti régimen. Cultos, intelectuales, escritores, poetas, creadores de cine (Escuela de Barcelona), cantantes y rubísimas modelos.

Al margen de sus cuitas existenciales, de sus negocios y de su buena vida social, las fotografías de Pomés son un lujo para la vista. En una de las paredes hay una frase en la que agradece a su padre que le enseñara a mirar. A mirar las cosas, a mirar las gentes, a mirar la vida. Él se aplicó con aquellas cámaras y con aquellas posibilidades, y desarrolló su mirada hasta ser todo un referente en publicidad, hasta crear imágenes con tanto peso por sí mismas que la gente recuerda la imagen más que la marca.

La modelo rubia que cabalgaba sobre un caballo sin silla, los mohínes risueños de Teresa Gimpera mientras anunciaba algo, los toros que tenían que ilustrar un libro que no llegó a ser porque Hemingway se pegó un tiro. La Barcelona pobre que no llegó a ser libro porque era demasiado gris, triste, sin jardines.

Retrató el dia a dia de la calle. De las gente que miraban su publicidad desde el lado del que no puede consumir. Que contemplaban los mundos de ensueño que plasmaba desde los ojos de los que no tienen más sueños que un sobrevivir medianamente digno.

Maestro del retrato, la exposición se abría con uno a tamaño natural de una persona de su entorno familiar: su peluquero, el hombre que venía a casa a cuidarle el cabello como lo había hecho antes con su padre. Pomés lo singularizó admirado por su talante, por sus ojos burlones, por los instrumentos de su oficio que llevaba colgando del cinturón.


Ambos fotógrafos retrataron la ciudad en la que vivían: Capella como un documentalista, Pomés como un artista. El tiempo ha colocado la obra de Capella en el Archivo Fotográfico, lugar de la memoria en imágenes. Pomés  continúa creando, consciente de que el tiempo lo convierte todo en recuerdos. 

lunes, 17 de agosto de 2015

Permiso para suicidarse

Una noticia modesta sobresalía a mitad de agosto entre los grandes titulares: Veinticinco mil campesinos habían pedido permiso al presidente de la India, Pranab Mukherjee, para suicidarse en el Día de la Independencia, 15 de agosto. (La Prensa: http://www.laprensa.hn/mundo/869361-410/25000-campesinos-piden-permiso-para-suicidarse - RT: http://actualidad.rt.com/sociedad/183184-agricultores-india-pedir-suicidarse)


 La noticia venía avalada por un gran periódico de la zona (The Times of India). Son agricultores de la zona de Gokul, al Norte de la India, trabajadores de 11 aldeas que en 1997 vieron inundadas las 700 hectáreas de sus cultivos para construir una presa. Fue una expropiación forzosa.

Hubo violentas manifestaciones y protestas durante un mes y el gobierno las acalló con una declaración política, de esas que suenan tan bien a pesar de estar vacías: Se comprometía a indemnizarles. La paciencia india es proverbial, pero hasta ésta tiene su límite. En 2014, 17 años después, seguían reclamando, seguían sin tierra y sin dinero. Hubo una manifestación pacífica (dharna) volvieron las palabras vacías, y nuevamente el incumplimiento.

Lo llamativo de la noticia no es que se estafe a los pobres, en este caso campesinos, o que se les enrede en la mastodóntica maquinaria burocrática para que desistan. Lo llamativo es la petición de permiso para el suicidio (en la India el intento de suicidio es delito), y lo que hay detrás aún es más preocupante: que los suicidios son comunes entre los agricultores indios. Entre 2003 y 2011 más de 150.000 agricultores se suicidaron en todo el país. En 2009, un campesino se suicidaba cada media hora. Según Times of India,  40 campesinos de Mathura se suicidaron después de que unas lluvias destruyeran todos sus cultivos.  Con un macabro detalle: en las estadísticas no figuran las mujeres muertas porque no son las titulares de las tierras, aunque las trabajen y respondan por ellas si no va bien la cosecha. El número es una incógnita.

Otros se desesperan después de largas sequías o de pésimas medidas gubernamentales. Para favorecer la apertura del país en los años 90, el FMI y el Banco Mundial obligaron al país a la privatización de grandes estructuras públicas y la drástica reducción de subsidios al mundo agrario. En una sociedad mayoritariamente campesina, donde no existen pensiones de jubilación ni seguros agrarios, era condenar a millones de personas al hambre crónica. El país se enriqueció: su PIB pasó de 258.000 millones en 1992 a 1.440 billones en 2011. Pero el 33% de la población se quedó (y sigue) por debajo del umbral de pobreza. En un país de 1.252 millones de almas, eso es mucha gente.

El campesinado ha tenido que soportar otra ruina venida de esos mercaderes extraños (FMI, BM): cambiar sus cultivos tradicionales por monocultivos para las grandes multinacionales, productos extraños y modificados genéticamente. Más las deudas que muchos adquirieron para poder comprar, a intereses de usurero porque la banca tradicional no les atiende. Deudas hereditarias, que van pasando de padres a hijos hasta que se liquide o el usurero se quede con la tierra. A lo que se suma el escarnio social: el hombre, cabeza de familia y responsable social de su sustento, ya no puede cumplir su papel. Son carne de horca. Porque los campesinos pobres se suicidan con un trozo de cuerda.

El periodista indio P.Sainath denunció los suicidios masivos, creció la presión social y el gobierno se vio obligado a anunciar un fondo de “alivio de deuda” en 2008, que fue sólo maquillaje.

La noticia probablemente también debe tener otros matices que no son visibles: de algo han tenido que vivir toda esa gente todos estos años. 25.000 campesinos seguramente abarcan varios grados de situación económica, seguramente no todos son inmensamente pobres, seguramente han ido buscándose la vida de otras formas. Aun así, el permanente ninguneo de un gobierno hacia un colectivo de 25.000 personas es para desesperarse. El gobierno de un país que es puntero en altas tecnologías…. y mantiene el sistema feudal de castas sociales.

Un viejo proverbio asegura que un pobre siempre acaba siendo un extraño en su patria.