Varias décadas de historia se sustentan sobre
unas piernas artríticas, calzadas con unas bambas de colores chillones (“me las ha regalado mi nieto, son cómodas”).
Saca una lupa del bolsillo y escruta el listado de médicos que hay pegado en la
pared del ambulatorio, porque no encuentra el despacho del suyo: “Antes estaba después del mostrador, pero
ahora no sé dónde está”.

Se sienta pacientemente, con sus temblores, su boina (“mi nieto dice que me ponga gorro, que la boina es de viejos, pero los gorros son de críos”), sus papeles en la mano.
Son nuestro pasado, nuestras raíces, nuestra
historia. Y también nuestro presente, porque ése lo conformamos todos, desde
los bebés hasta estos retazos de historia viva.

No quieren esto, pero temen las consecuencias
de lo otro. Y sacan su instinto de supervivencia: resistir, al precio que sea,
sobrevivir. Callar, no molestar, caminar pegados a la pared, adaptarse a un
subsidio limosnero y a unas facturas de luz megalómanas. Su única fuerza es su
voto, un papelito dentro de un sobre, una gota en medio del temporal electoral.
Y como desconfían, muchas veces no van a votar, porque “total, ¿para qué? si harán lo que les dé la gana”.
Entran a la consulta del médico que les habla
de analíticas y de porcentajes y de colesterol y azúcar en sangre (“¿cómo puede haber azúcar en la sangre?”)
y diuréticos y hacer ejercicio. Y ellos, trabajadores desde antes de ser críos,
se preguntan si después de sesenta años trabajando aún han de hacer ejercicio.
Pasean por nuestro lado por las calles, nadie
les hace caso, están más enfermos de soledad de que ácido úrico, les duele más no
existir en el mundo que no entender dónde está Internet. Se sientan al sol para
que se les calienten las rodillas, para ver lo hermosos que son esos críos con
edad de nietos sonrosados, que tienen de todo y nunca han conocido más hambre
que la de desear chocolate a todas horas.
Son nuestro pasado vivo y nuestro presente. La
juventud cree que los únicos presentes son ellos, pero en el tiempo presente
estamos todos, en el pasado estuvieron ellos y en el futuro nadie lo sabe. Se
les debe un respeto y un afecto, y sólo consiguen indiferencia.
Oyen la vorágine de los pactos
postelectorales, de las alianzas contra-natura, de las noticias del mundo. Oyen
que nosedónde han masacrado a un pueblo entero porque no era de su misma religión.
Y que en otro sitio venden niñas de cinco años, y en otro, los niños son
soldados asesinos. Y nuestros ancianos, los nuestros, se van con el paso
renqueante a comprar el pan y un litro de leche desnatada. Algunos, para comer
en soledad. Otros, para compartir como puedan su escuálida pensión con su hijo
y su nuera y los críos, todo el mundo en paro.

Y ellos se duelen en silencio, porque su
historia no está hecha de gritos y reivindicaciones, sino de resistencia,
resistencia numantina desde aquella guerra, aquellas hambres, aquellos trabajos
durísimos…. Esta crisis, esta pensión mísera, estos apuros para sobrevivir a la
vejez. Este ver a los hijos a los que se pagó los mejores estudios posibles que
ahora estén a salto de mata con mini-trabajos mal pagados, de cuatro días, y
siempre con la opción (¿opción?) de irse al extranjero a conseguir lo que aquí
les han robado: el presente.
Y los políticos en la tele siguen hablando
del futuro.