Europa
entera está repleta de restos del pasado imperio romano. En la cuenca
mediterránea basta rascar un poco la tierra para que aparezcan mosaicos,
ciudades, estatuas… Barcelona, la vieja Barcino,
es una urbe de millones de almas extendida a lo largo de 2.000 años de
historia. Y de vez en cuando, las viejas piedras, a pesar del tiempo, recuperan
la dignidad, y en alguna exposición vuelven a parecer lo que fueron: el suelo
de una casa, la jarra en la que bebía la familia, el plato de poner la fruta… o
una escena mitológica construida con cientos de minúsculas teselas.


Al pasar a
las penumbras interiores la sensación es de entrar sin permiso en la casa del
vecino, y casi parece que huele a pan recién hecho (había un horno) y que un
romano saldrá de detrás de ese panel a preguntarte si quieres tomar una copa de
vino. La casa estaba al lado de la muralla y probablemente ocupaba una de sus ínsulas, esos cuadrados que fueron el
origen de las manzanas del Ensanche barcelonés.

Naturalmente,
no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo. Esa organización tenía una
inmensa masa de mano esclava que realizaba las tareas más duras. Y un ejército
que cuando no luchaba ni entrenaba construía puentes y carreteras: la Via Augusta media
1.500 km. Tenía una red comercial que puso en contacto entre sí a todo el mundo conocido
hasta entonces. Un sistema de comunicaciones que permitía organizarlo todo en
tiempo récord (para la época). Hizo del Mediterráneo el mare nostrum.
Pero
sobretodo, lo que más atrae la atención en el domus es el espacio destinado exactamente a lo público, a atender
visitas y comerciantes, a celebrar banquetes porque era su forma de
relacionarse antes del periódico, el teléfono, o las redes sociales. Era la
sociabilidad, el intercambio cultural y de opiniones, la curiosidad por todo,
fuera propio o ajeno.
En sus
orígenes, los romanos comían una sola vez al día, al atardecer. Trabajaban
desde bien temprano, hacían un pequeño tentempié al mediodía y seguían
trabajando hasta que caía el sol. Era el momento de la familia, los amigos, los
tratos, y alrededor de la comida y la bebida, las conversaciones, las noticias,
los planes. El tiempo los fue convirtiendo de república en imperio y las cosas
cambiaron.

Toda la
exposición rezuma la tranquilidad de una vida cómoda, sin lujos excesivos pero
también sin necesidades, esa bendita clase media que es la que sostiene todas
las estructuras estatales del mundo. En las florituras del techo parecen
haberse enganchado algunas notas de flauta, las voces de los lectores están en
las imágenes de las paredes, y en los cuadros blancos y negros del suelo se
notan las migas de ese pan que se cocía en un horno más antiguo que los propios
muros de la casa.


El futuro no es un regalo. Es una
conquista.