La
montaña de Montjuic, frente al puerto de Barcelona, tiene un gran cementerio
urbano mirando a las aguas del Mediterráneo. La muerte es un tránsito
inevitable, pero hay muchas fórmulas para el momento en que el cuerpo marcha
hacia su último domicilio. En las épocas en que la vida social tenía otra
intensidad, abandonar este mundo a veces tenía connotaciones un tanto
teatrales, “por la puerta grande”.
Había
un algo de exhibicionista en los grandes carruajes cubiertos de adornos
dorados, y tirados por fornidos caballos emplumados, que desfilaban lentamente por las calles para
que todos pudieran saber que alguien desaparecería de las calles y de las
tertulias para siempre. Sus familiares y amigos les seguían en un largo séquito
que dejara patente los muchos amigos y familiares que tenía el difunto, la gran
ausencia social que dejaría tras de sí.

Para
entender la aparatosidad de los carruajes y el efecto visual de su recorrido
por las calles hay que tener presente que derivan de la época en que estaban
muy presentes los privilegios de la aristocracia y que toda la vida pública
estaba regida por los dogmas de la Iglesia Católica. Las costumbres ancestrales
enterraban a los fallecidos en los cementerios parroquiales, pero el
crecimiento de la ciudad había hecho imposible seguir con esta práctica, y se construyó
un cementerio alejado de la ciudad, de ahí la necesidad de crear un vehículo
que trasladara el féretro y un séquito que transportara a los familiares.

Ese traslado final también tenía que adaptarse al nivel económico. La mayoría usaban el modesto modelo Araña, aunque también existía el carruaje Imperial para personalidades públicas. En la colección del museo también hay una Gótica y una Grand Doumont.


Al
lado de los grandes e impresionantes carruajes con remaches brillantes
descansan los pequeños carruajes blancos (símbolo de pureza e inocencia), dedicados
a mujeres solteras, religiosas y niños. Producen una impresión algo triste a
pesar de su belleza y sus dorados; siempre parece que todas estas cosas no son
para niños, que deberían estar fuera de todo esto, que su lugar es jugar y
llenar el aire de risas y curiosidad sinfín.
El
museo también acoge tres coches a motor que realizaron transportes hasta los
años 40. Son un Hispano Suiza, un Studebaker y un Buik Rivera. Las modas habían cambiado completamente y la sociedad
exigía sobriedad y color negro. El Buik,
un lujoso vehículo norteamericano, fue difícil de importar en su época, y el
alto consumo de combustible lo retiró de servicio durante la crisis del
petróleo de 1976. Hoy la ceremonia se ha
modernizado y reducido, pero en esencia es la misma: berlinas modificadas para
el transporte de un ataúd, con ganchos en los que colgar coronas de flores.
El
museo completa la colección con una biblioteca de temática funeraria que recoge
más de 2.000 volúmenes, que recogen información alrededor de la muerte y las
prácticas funerarias en todo el mundo. Lamentablemente, no tiene servicio de
préstamo.