
Una noticia llegada del otro lado del océano habla de las últimas declaraciones del presidente chileno Salvador Allende. Después de 35 años con una versión oficial sobre sus últimas palabras y los responsables de que se hubieran salvado, resulta que no fue así. El periodista Rubén Adrián Valenzuela, afincado en Barcelona, desvela que fue él y no otros quien recogió esa voz, que no fue una llamada sino tres, que habló personalmente con el presidente y que tiene la grabación y recuerda los comentarios de Allende en sus últimos momentos, antes del asalto definitivo al Palacio de la Moneda. Que el fallecido confiaba en el general Pinochet y no creía que estuviera detrás de los tanques que querían matarlo. La prueba de que Valenzuela fue testigo directo lo certifican las heridas de bala que recibió en el asalto.
Parece que la verdad se empeña en no morir. Hechos que sucedieron hace décadas, versiones oficiales, méritos que alguien se adjudica injustamente, silencios cómplices o piadosos que han ido poniendo una capa de sangre hecha cenizas sobre la historia. Y cualquier dia se alzan voces que dispersan ese polvo, argumentos que revuelven conciencias. Son testimonios que se niegan a vivir en el olvido, que es una forma de estar muerto. Y delante de ellos, oídos de gente que ni había nacido entonces y que escuchan desconcertados unos relatos que les suenan a rancio.
Unos afectados directos quieren saber qué pasó de verdad. Otros quieren que de verdad se deje en paz lo que pasó. Los dos apelan al tiempo transcurrido, unos porque ha sido de mentira injusta, otros porque remover huesos de muertos y perturbar protagonistas ancianos no mejora nada: los muertos, muertos van a seguir, lo que fue injusto, injusto sigue siendo. Los méritos que se apuntó alguien, convencido de que eran una especie de verdad sin dueño, tienen que ser desenmascarados. A cualquier lado el océano. Y poco más. Descubrir las mentiras sangrantes de un culpable y dejarlo en evidencia ante sus vecinos y su familia después de décadas de silencio plomizo ya es suficiente afrenta. Pretender enfrentarlos a su conciencia sería presuponer que tienen, y eso no siempre está claro.
Y todos estos clamores en medio de un presente que está por cualquier tema menos éste. Un presente de unas generaciones a las que todo eso le suena a prehistoria, unos hijos de culpables que quieren paz para sus ancianos, unos hijos de víctimas que quieren paz para sus recuerdos. Que prefieren gastar el tiempo y el dinero en presentes y futuros, no en pasados amargos y difusos.

No podemos acusar a un colectivo de destrozar vidas y a la vez ponernos a destrozar las suyas: nos igualaríamos a ellos. Tampoco podemos dejar impunes delitos y heridas que todavía sangran, porque tal como comentó Ian Gibson, “no se reabre una herida, porque nunca se cerró”. Hemos de tener el honor que ellos no tuvieron nunca, la nobleza que jamás encontró sitio en sus corazones de mala calidad. Limpiar la historia para que luzca verdadera, con todos sus matices y con todos los agujeros que ha creado el paso del tiempo. Darle a cada uno el mérito que fue suyo o la culpa que le corresponde. Hacer las paces con nuestro dolor y nuestras ausencias.
Y seguir caminando.
Texto y fotos: Marga Alconchel